En mi ya no corta existencia he visto de todo en mi patria,
pero lo que nunca creí ver y se ha generado en el actual paroxismo de la disparatada,
irracional e ilegítima Convención Constitucional, nacida del pánico de las "élites habladoras" y de la vehemencia destructiva de los revolucionarios de
siempre, ha sido la degradación y vejamen de los máximos emblemas y símbolos nacionales
que ha tenido lugar en estos días aciagos.
Dos protagonistas de lo mejor y lo peor, respectivamente, de
nuestra sociedad se han destacado recién: uno, Isaac Hites, a raíz de su
fallecimiento; y otro, Daniel Jadue, a raíz de su posible acceso a la primera
magistratura de la nación.
Como joven estudiante y procurador de un abogado, ya en los
años 50 penetré en los vericuetos del primer rascacielos que hubo en Santiago,
conocido como Palacio Ariztía, pero convertido a través de los años y la
desidia en una ratonera indescriptible, donde cientos de sucuchos servían de
asilo a toda suerte de actividades dudosas. En busca de deudores de letras
protestadas, mediante cuyo cobro me ganaba mis primeros pesos como futuro abogado,
penetré no pocas veces a los tugurios del ex Palacio Ariztía, digno de figurar
en “Los Miserables” de Víctor Hugo y pensando que era un vestigio del antiguo
esplendor del centro de Santiago en épocas mejores y anteriores al izquierdismo
que tanto deterioró al país desde el Frente Popular de 1938 en adelante.
Hace más de diez años me enteré con incredulidad de que un
señor llamado Isaac Hites había comprado completa la gran ratonera y unos años
después vi que la había restaurado y transformado en un edificio elegante y de
lujo, con locales comerciales de primera categoría y oficinas decentes, rescatando
así una joya arquitectónica de comienzos de siglo y poniéndola a la altura de
la sociedad libre y próspera que nos habían legado Pinochet y su Constitución de
1980.
Yo sabía todo lo que había tras ese logro de Hites, porque
en mi interior había pensado que “alguien tenía que hacer algo” con ese
fantástico edificio tradicional venido a menos y convertido en hacinamiento de
tugurios. Pero había que tener una paciencia infinita para ir negociando con
cada dueño de oficina o local hasta adquirirlo completo y luego lidiar con
arquitectos y constructores hasta dejarlo transformado en lo que merecía ser. “Alguien
tiene que hacer algo”, pensaba yo “a la chilena”. Y alguien, Isaac Hites, hizo
algo, según me enteré con admiración. Así se construyen los países. Así tienen éxito
los países.
Por los mismos años 2010 en que ocurría lo anterior llegaba como
alcalde a Recoleta un personaje llamado Daniel Jadue, que comenzó a llamar la
atención porque desconoció el contrato que la municipalidad tenía con una firma
de parquímetros y les robó su derecho, anunciándoles a los automovilistas que
podían estacionar gratis, arruinando así a la concesionaria. Poco después leí
en el diario que un gran edificio de doce o catorce pisos de departamentos,
recién construido en Recoleta y que ya había sido vendido a centenares de
adquirentes, no podía ser ocupado por éstos porque Jadue se negaba a otorgarle
su recepción municipal final. Y el afán destructivo sigue hasta hoy, con el
edificio terminado, sus constructores arruinados y los adquirentes de
departamentos frustrados de haber perdido su inversión. Daniel Jadue, símbolo
del daño que un sujeto destructivo puede hacer, ahora piensa convertir a todo
Chile en campo de sus afanes demoledores. Así fracasan los países. Pregúntenles
también a los constructores del hotel Punta Piqueros.
Yo desde niño me percaté de que había una veta o parte de Chile
dedicada a dañar, obstaculizar y destruir. Cuando tenía diez años llegaron a la
capital centenares de buses Reo norteamericanos, flamantes y hasta de buen olor,
completamente distintos de nuestras góndolas y micros destartaladas de entonces.
Y vi con mis propios ojos a un sujeto con una navaja darle tajos al cuero de los
elegantes asientos y nada dije, por temor a que una puñalada me llegara a mí,
pero no lo olvidé más. Y ese mismo impulso atávico lo vi en la “Revolución de
la Chaucha” en 1949 y en la del 2 y 3 de abril de 1957, en que sendas
muchedumbres destructivas destrozaban todo lo mejor de la ciudad. Lo mismo que
hemos visto hacer a las hordas que ahora van a dejar libres hasta de los pocos
procesos seguidos en su contra a raíz de los destrozos perpetrados desde el 19
de octubre de 2019, fecha de la última revolución de los destructores de Chile,
que ahora han tenido éxito y se han enseñoreado del poder, mereciendo el título
de portavoces de “un nuevo paradigma” traducido en una “Convención
Constitucional con Licencia Para Robar”, porque eso es lo que la mayoritaria convencional
María Rivera dice que van a hacer, partiendo por “las grandes familias” a las
cuales, anuncia, las privarán de lo suyo, “porque ya han ganado bastante”.
Pero hay centenares de miles, si es que no millones, de
chilenos que tienen acciones y propiedades, si bien cada cual menos que las “grandes
familias” y se enteran con sorpresa de que bajo la nueva Constitución les van a
ocupar sus casas y terrenos sin pago, porque la propiedad pasará a ser “un derecho
secundario”, frente a la sed de los que quieren apoderarse de lo ajeno. Y se
enteran de que también les robarán el agua que hayan adquirido, así como antes,
a partir de 1964, les robaron la tierra a tantos agricultores y a partir de
1970 robaron los yacimientos mineros sin pagar nada –y por la unanimidad de los
“representantes del pueblo”-- a sus legítimos dueños norteamericanos.
Entre Hites y Jadue, entre la creación de riqueza y su
destrucción, entre la UP que arruinó al país y el Gobierno Militar que lo reconstruyó,
entre el incentivo que hay en la sociedad libre para crear, producir y generar
empleos y la licencia para robar lo que otros han creado, “Chile vuelve a ser
Chile”, como escribí alguna vez, recordando mi niñez, en que debía estudiar a
la luz de las velas porque los socialistas, comunistas y radicales gobernantes congelaban
las tarifas a la empresa de electricidad norteamericana y ésta dejaba
explicablemente de invertir en ampliaciones y pagábamos el pato los
consumidores, que por iguales razones debíamos untar el pan con margarina,
porque le habían fijado precio a la mantequilla y debíamos comer carne de
equino porque habían hecho lo mismo con la de vacuno.
País de creadores y constructores amenazados por los
vándalos y destructores impunes. ¿Cómo podía y puede ser esto? Les diré por
qué: porque siempre hubo y hay una clase dirigente timorata, pusilánime y propensa
a pasarse al otro bando. De muy joven contemplé atónito, recién incorporado a los
26 años a la redacción de “El Mercurio”, cómo el abogado y redactor Carlos
Urenda instaba a que el diario acogiera las declaraciones de Eudocio Ravines,
el más inteligente de los comunistas latinoamericanos, de nacionalidad peruana,
que había visto la luz y escrito un memorable libro, “La Gran Estafa”,
denunciando al comunismo por lo que es. Y ante la petición de Urenda el director
del diario le replicaba que no publicaría nada de él, porque Ravines era un
sujeto “desprestigiado”. ¿Desprestigiado por quién? Por los comunistas, por
supuesto, los mismos que desde el KGB y hasta el último militante del partido
rojo en Chile se han dedicado a demonizar a Pinochet y a quien todavía hoy muchos
derechistas tránsfugas, sin conocer la verdad, consideran “desprestigiado”.
Pero el historiador Paul Johnson se ríe de esas “élites habladoras” pusilánimes
y reafirma, en su último libro, “Héroes”, que “Pinochet es un héroe para mí,
porque yo conozco los hechos.”
Y yo como chileno, que también los conozco, abismado de la licencias
para robar y destruir que se han prodigado en Chile y podrían multiplicarse bajo
la presidencia de un individuo que ha permitido, cohonestado y colaborado con
la destrucción de lo mejor de la nacionalidad, proceso que está en curso, no
puedo sino preguntarme si va a prevalecer el espíritu emprendedor, creador y constructivo
de un Hites o el destructor, persecutorio y vengativo de un Jadue en el futuro
de la nacionalidad, todo en medio de la pusilanimidad de una a clase dirigente
timorata, permisiva y entreguista que no ha sido capaz de exhibir la fortaleza
de carácter ni el coraje indispensables para preservar y defender lo mejor de
la nacionalidad.