No había
leído un libro tan entretenido desde “Un Veterano de Tres Guerras”, al cual
este blog declaró el mejor libro de 2014. Todavía sigue entre los más vendidos.
El de ahora es “Diez Años en Araucanía 1889-1899”, del ingeniero belga Gustave
Verniory, veinteañero llegado a Chile a construir puentes y ferrocarriles.
Nos describe
fría y descarnadamente en una parrafada inicial, en la cual afirma que, en
general, los chilenos son ladrones y mentirosos. Pero se avino bien a todo eso,
se quedó diez años y trajo a su hermano menor.
Divide a los
chilenos en gente decente, rotos e indios. Afirma haberse avenido bien con
todos ellos, aunque sus amistades las hizo con los primeros. Cuando había que
sobornar gente decente, lo hacía y con éxito. Eso no ha cambiado hasta hoy. Y cuando
la gente decente le pedía oficiar de “palo blanco” para algún negocio dudoso,
aceptaba. Tenía varias propiedades que no eran suyas a su nombre y lo europeo
se le notaba en que jamás pensó en fundirse con ellas.
A los rotos, como él les
decía, supo manejarlos muy bien en sus obras, que a veces sumaban miles de contratados,
principalmente ferroviarios o “carrilanos”. Había escasez de brazos, pues en el
verano desaparecían del sur, donde Verniory construía puentes y líneas férreas,
para marcharse al centro agrícola a ganar más en la época de las cosechas.
La principal
alimentación de los carrilanos eran los porotos. Faltando éstos, aunque les
dieran carne en abundancia, decían perder la fuerza y protestaban. Una vez un
banco se quedó sin liquidez y no se les pudo pagar los salarios, cerca de
Temuco. Estalló una revolución obrera. Dice Verniory que miles de rotos
partieron en estampida a saquear Temuco, entonces ciudad de unos trece mil
habitantes, recién fundada una década antes. Las autoridades dispusieron para
la defensa de un escuadrón de caballería, pero Verniory afirma haberlas convencido
de que él arreglaría el asunto y asegura haberse presentado ante el ejército
invasor aparentemente desarmado, “sin
cinturón, pero con un revólver en
el bolsillo”, y haberles prometido a los saqueadores de inmediato una ración
doble de porotos y mucho pan para todos, con especiales aditamentos de grasa y
aliños, más la promesa de pagarles su dinero al día siguiente, ante lo cual se
convencieron y desistieron del saqueo gritando: “¡Viva el gringo cuatro ojos!”,
a lo cual él dice haber replicado con un “¡Viva Chile!” y ellos duplicado con
un “¡Viva Chile mierda!”.
Todo eso le valió el agradecimiento
de las autoridades y la población.
Con los
indios se llevaba, asimismo, muy bien, pero cuando alojaba en sus rucas
afirmaba haber salido lleno de piojos y pulgas. Sostenía que los de Bío Bío al
sur eran flojos, pendencieros y alcohólicos, pero los de más al sur del Toltén eran
más inteligentes y algo trabajadores, pero no tanto como los rotos.
Una vez un indio, en la zona
del lago Budi, se enamoró de un fino cuchillo de Verniory y le ofreció
comprárselo, pero éste le dijo que no lo vendía por ninguna plata. El indio le ofreció
un cordero, después dos y aun tres,
finalmente añadiendo una vaca. Pero él le contestó, pidiéndole en mapudungún,
idioma que hablaba: “Una vita-piri (muchacha) que no haya visto más de quince
cosechas”. El indio partió a buscarla, pero nunca volvió, pese a que vivía
cerca, era bastante rico en animales y tenía cuatro mujeres.
Una vez el
belga, cerca de la línea del tren que construía, vio un cementerio indígena y
en él una especie de ídolo o monumento funerario de madera que codició inmediatamente
y decidió robárselo. En un carro de mano ferroviario, de noche y con un par de
cómplices, lo sustrajo, pero los indios lo advirtieron y salieron por los
caminos en persecución de los ladrones. Un desprevenido jinete, al cual
culparon, fue atravesado por un lanzazo y murió ahí mismo, mientras Verniory y sus
cómplices huían por la vía férrea en su carro de mano. El ídolo robado terminó
en Bruselas.
El sur estaba
poblado por muchos alemanes, ingleses, franceses, belgas, españoles, norteamericanos,
suizos y noruegos, que prosperaban y hacían negocios en un medio económico muy
libre. En Valdivia se hablaba más alemán que castellano, dice Verniory.
Cuando les robaban sus caballos
organizaban expediciones hasta encontrar a los ladrones, para lo cual contaban
con el apoyo de la justicia, que en esos años era partidaria de las víctimas y
no de los delincuentes.
En una oportunidad rodearon
una vivienda campestre cordillerana de conocidos ladrones en busca del caballo más
fino de Verniory y del de un alemán vecino suyo. El juez, que participaba en la
expedición junto a un destacamento armado, se llevó presos a todos los hombres,
pero los caballos no aparecieron. Como los sospechosos seguían presos durante
semanas, la mujer del principal de ellos llegó una noche donde el belga y le
ofreció devolverle su caballo y el del alemán si desistían de la acción
judicial. Verniory aceptó, les devolvieron los caballos y entonces el juez
liberó a los ladrones, a los cuales se había negado a soltar. En esa época así se recuperaba
lo robado.
El belga
dice que la amenaza de guerra con Argentina era constante en esos años. “Los
guardias nacionales están acuartelados. A veces los veo maniobrar con su
uniforme azul oscuro y me asombro con sus rápidos progresos. Los chilenos son
verdaderamente un pueblo de soldados”. Tampoco en esos años los metían presos
después de las victorias. Ni ellos lo habrían tolerado.
Los efectos
de la Revolución del ’91, dice Verniory, fueron terribles. Murieron más de diez
mil chilenos, en una población de dos millones. El medio por ciento. Fue como
si tras la Revolución Militar de 1973 hubieran muerto sesenta mil y no tres mil. Pero las sucesivas
amnistías, después del ’91, hicieron que todo fuera prontamente olvidado y perdonado
por lado y lado. Es que no había llegado al país todavía la doctrina del odio,
que impide toda reconciliación.
El libro
revela que hace cien años Chile era un país muy pujante, condición que perdió
hasta que la Revolución del ‘73 se la devolvió. Después ni siquiera los
políticos se la han podido quitar, aunque han hecho lo posible.