Una conspiración entre la izquierda gobernante y la izquierda judicial para desaforar al ex Presidente Pinochet del Senado tenía que basarse en una cadena de mentiras flagrantes en las cuales fundar la prevaricación, que cometieron desde el ministro sumariante de primera instancia (y siguen cometiendo sus sucesores), pasando por la Corte de Apelaciones de Santiago y terminando en la Corte Suprema. Dejo a salvo el prestigio de los ministros de minoría en ambos tribunales colegiados que votaron contra el desafuero.
En el escrito que sigue, de la defensa del general Arellano, se acredita una vez más su inocencia, como en los otros lugares, en los delitos que se le imputaron y que perseguían configurar una causal de procesamiento y desafuero como senador institucional de quien en 1973 lo nombró general delegado, el ex Presidente Pinochet. El proceso respectivo, que todavía quince años después prosigue, es uno de los más infamantes en el rosario de prevaricaciones de los jueces de izquierda en connivencia con muchos medios de prensa y los gobiernos de la Concertación, y ha sido el principal instrumento del lavado de cerebros de los chilenos.
En las futuras Escuelas de Derecho deberá ser estudiado como un ejemplo de lo que no debe hacer ni ser un Poder Judicial bajo un Estado de Derecho.
Secretaría
Criminal
Rol
N° 2.182-98
Ministro
de Fuero Sra. Patricia González
Se tenga presente.
ILTMA.
MINISTRO DE FUERO
SRA.
PATRICIA GONZALEZ QUIROZ
Sergio Arellano Iturriaga, abogado, por don SERGIO VICTOR ARELLANO STARK, en autos Rol N° 2.182-98, Cuaderno
Calama, a V.S. Iltma. respetuosamente digo:
Durante su extenso sumario,
esta causa se ha caracterizado por el sesgo en su conducción por parte del
primer sustanciador -después de su radical y funcional cambio de posición a un
año de iniciada la investigación-, por la manipulación de pruebas por algunas
de las partes y la inducción de testigos que muchas veces no eran tales; por supuestos
hechos que se dieron por "legalmente establecidos" en autos de
procesamiento que no resisten un análisis elemental en la forma ni en el fondo;
en fin, por imputaciones interesadas de los propios responsables de ejecuciones
y -al menos en un caso- de inhumaciones ilegales (como Lagos, Haag, Lapostol,
Del Río, Ortiz, Castillo White, Rivera entre otros); además de autojustificaciones
y burdas tergiversaciones de hechos ocurridos hace cuarenta años, en un sumario
en que el más feble e infundado "recuerdo" de un discutible testigo
parece valer más que documentos oficiales, bitácoras de vuelo, copias de
sentencias o registros de sepultación. En efecto, se ha obtenido valiosa prueba
documental que desvirtúa hechos inexistentes que el ministro Guzmán dio por
"plenamente establecidos" y que, sin embargo, ha sido
sistemáticamente desestimada en procesamientos y autos acusatorios sin intentar
siquiera explicar el motivo para ignorar, por ejemplo, una copia del acta de un
consejo de guerra celebrado en Copiapó, las declaraciones de los integrantes de
otro en Valdivia, la confesión de un general y juez militar en orden a ser responsable
de la muerte de tres personas por las cuales se acusó a un inocente, las
conclusiones del Informe Rettig (integrado por personalidades del más alto
nivel, cuyas investigaciones y conclusiones merecen consideración), etcétera,
etcétera. Todo ello ha derivado en el "establecimiento" de hechos de
hace cuatro décadas casi únicamente en base a falsas declaraciones -muchas de
ellas de personas presentadas por los abogados querellantes-, sin que se
observe siquiera un intento de corroboración por parte del Tribunal, por lo que
asumen así automáticamente la calidad de pruebas y como tales son citadas en
autos de procesamiento e, inclusive, en autos acusatorios.
Hemos dicho antes que en
este juicio se ha faltado al debido proceso y que, aunque en el curso del mismo
algunos jueces de instancias superiores han tenido la dignidad de fallar con
apego al derecho y a la justicia, aun cuando hayan estado en minoría, ha habido
decisiones livianas, sin fundamentos, basadas en evidentes errores de hecho y,
todavía peor, en contra de la prueba rendida. El
ex ministro Guzmán Tapia llegó al extremo de interrogar testigos al tenor del
difamatorio libro de Patricia Verdugo (v.gr. declaración del general Carrasco),
sin considerar en modo alguno la prueba rendida en contra de sus falsas
aseveraciones (es ya insólito que se haya debido rendir prueba en contra de lo
dicho en un libro). En cambio, el libro mi autoría,
que también obra en autos, ha sido simplemente ignorado, a pesar de dar cuenta
de antecedentes categóricos que han sido acompañados al proceso. Tecnología
instrumental imposible de refutar -como es el Logbook que ratifica una a una
las fechas indicadas en las respectivas bitácoras de vuelo- no ha sido siquiera
mencionada en resoluciones que a todas luces son aberrantes. Es como si la
constante campaña mediática hubiese hecho mella en la Justicia, hasta el punto
que la verdad y los principios de equidad procesal han dejado de importar.
El
Informe Rettig estableció: “Pero
no se hablaba de ejecuciones sin proceso; más aún, el mensaje del delegado en
viaje contenía una referencia expresa y repetida a facilitar el derecho a
defensa de los procesados”, calificando -por lo anterior- su actuación como
caracterizada por su “relativo respeto de
los marcos jurídicos”.
Detengámonos por un momento en algunos de los
acompañantes del general en esta gira. Su ayudante Chiminelli y los miembros de
la tripulación, eran de su dependencia habitual en el llamado Comando de Tropas
de Peñalolén, como lo había sido el mayor López, su segundo al mando en el
viaje al sur. No era parte de esa repartición el mayor Pedro Espinoza, quien
viajaba de civil sin pertenecer a la delegación y manteniendo dependencia del
director del Servicio de Inteligencia Militar general Augusto Lutz. Y tampoco
lo eran el integrante del "comité de coroneles" abocado a constituir
la fatídica DINA, Sergio Arredondo González, ni los oficiales de seguridad
Marcelo Moren Brito y Armando Fernández Larios. El hecho es que todos los
mencionados fueron después incorporados a la DINA. Por ello es que el Informe
de la Comisión Verdad y Reconciliación expresa:
“A estas alturas, conviene
precisar que el alto oficial delegado se trasladó a los distintos lugares del
país que debía visitar en compañía de otras personas, también oficiales de
Ejército, que aparecían a simple vista
como integrantes de un grupo oficial, para apoyo del delegado principal y bajo
su autoridad. Sin embargo, la Comisión ha podido establecer que ello no fue
necesariamente así, pues casi todos los demás integrantes de la
comitiva provenían de distintos estamentos y unidades del Ejército, donde no
estaban supeditados ordinariamente a la jerarquía única y exclusiva del alto
oficial delegado. Un elemento de juicio adicional, e importante, es que todas estas personas, salvo el jefe
superior, pertenecerán después a la DINA, y varias de ellas con cargos
destacados en dicho organismo e intervención relevante en ejecuciones
irregulares”. Con el respeto debido
a nuestros jueces, debo afirmar que tiene mucho más valor lo establecido por la
Comisión Rettig que lo "establecido"
por Juan Guzmán.
Ante
la eventualidad que SS.I. o miembros de los tribunales superiores de justicia
se sientan en la libertad y/o en la obligación de evaluar con rigor y
objetividad el mérito procesal y, consiguientemente, se interesen por
profundizar en la verdad de los hechos, debidamente acreditada en autos, a
continuación transcribo las páginas 293 y siguientes del libro "De
Conspiraciones y Justicia", publicado en dos ediciones a fines del año
2003, en cuanto constituye un relato fidedigno de lo sucedido en esa ciudad
durante la estada de nuestro representado, con sus luces y sombras.
=====
Temprano en la mañana del 19 de octubre, antes de
despedirse en su domicilio y agradecer su hospitalidad a la Sra. Margarita, el
general Arellano recibió, en presencia del general Lagos y en el living de su
casa, al abogado auditor de la División, con quien afinaron aspectos de
procedimiento conversados el día anterior. Hasta el último minuto el delegado
estuvo preocupado de la correcta aplicación de justicia, de controlar el
cumplimiento de las pautas que al efecto había impartido. ¡Qué absurdo era todo
eso cuando horas antes se había cometido un crimen monstruoso, ajeno a todas las
formalidades legales! ¡Qué distinta habría sido esa mañana la conducta del
general (de los dos generales) si hubiese sabido lo sucedido!
Los restantes miembros de la delegación entregaron
temprano sus habitaciones en el Hotel Antofagasta. Llegaron al regimiento
Esmeralda para embarcarse en el helicóptero en el que seguirían su gira hacia
el norte, hacia la ciudad de Calama, donde debían pernoctar la noche siguiente.
Ignoro qué se habló, qué ambiente había entre los miembros del grupo cuando
esperaban la llegada del general. Dos o tres de ellos habían participado -por
segunda vez en pocos días- en una masacre, traicionando con saña y perversión
la confianza del jefe militar, y afectando gravemente su imagen y credibilidad
ante quienes habían escuchado su alocución del día anterior. Al menos el
comandante Arredondo tenía la certeza de estar actuando a espaldas de Arellano,
más aún, en contra de él. Ese era su designio; por eso se ofreció a ir al
norte; por eso dejó la dirección de la Academia de Guerra; por eso ya sabía que encontraría a los Harris y los
Ortiz para hacer posible su tarea. En Antofagasta había sido todo tan fácil:
los dos coroneles más antiguos de la guarnición (Ortiz y Cartagena) se
involucraron y dirigieron los crímenes. Él ni siquiera había tenido que
arriesgarse a contactar a Moren y Fernández en presencia de los restantes
oficiales de la comitiva, los que sabía no eran confiables para este efecto.
Cuando llegó el general emprendieron vuelo de inmediato.
Los doscientos kilómetros hasta Calama transcurrieron, como siempre, en medio
del absoluto silencio que imponía el ruido interior.
El patio del regimiento no ofrecía condiciones para el
aterrizaje, por lo que éste se hizo en el aeropuerto de Calama, donde la
delegación fue recibida por su comandante y gobernador militar, el coronel
Eugenio Rivera Desgroux. Una vez en el cuartel, un oficial acompañó a los
visitantes a las habitaciones asignadas y, al cabo de pocos minutos, todos
ellos se reunieron en una sala de cine, donde esperaba el cuerpo de oficiales y
suboficiales. El general hizo un discurso similar a los anteriores, recordando
los fundamentos del golpe de estado y recalcando las responsabilidades que las
fuerzas armadas habían asumido ante la sociedad, lo que les exigía actuar con moderación
y respeto, trato que incluía a los detenidos (!).
Terminada su alocución Arellano pidió reunirse con el
Fiscal, teniente coronel Oscar Figueroa Márquez, que era a la vez el segundo
comandante del regimiento. Mientras caminaban a la oficina de éste, un soldado
se aproximó al general para transmitirle una solicitud de audiencia de un
abogado de la localidad. No disponemos de su nombre, pero este episodio ha sido
corroborado por el propio Figueroa, quien informó al jefe militar que se
trataba de un hombre serio y defensor de varios de los detenidos en esa ciudad.
La respuesta fue afirmativa. El joven abogado planteó al
general la lentitud con que se llevaba en Calama la administración de justicia,
lo que significaba que las personas que eran detenidas por cualquier concepto
quedaban indefinidamente en la cárcel sin que su situación se resolviera, por
cuanto el consejo de guerra sólo se reunía ocasionalmente. El comandante
Figueroa, presente en la reunión, le hizo ver que él no era abogado y que la
sustanciación de sumarios era una actividad ajena a sus labores profesionales,
por lo que recientemente había obtenido la ayuda de un letrado civil, esperando
que ello le permitiera agilizar los procedimientos. El general dio seguridades
al abogado de que esa misma tarde se reuniría el consejo para adoptar
definiciones respecto de los sumarios más avanzados.
A continuación se reunió con Figueroa para informarse,
examinar expedientes y entregarle las orientaciones correspondientes, poniendo
especial énfasis en la agilidad en la tramitación de causas y en la
concurrencia de abogados defensores en cada caso. De la información aportada
por el fiscal se desprendía inequívocamente que no existían procesos que
involucraran delitos que merecieran la pena de muerte, ya que no había
detenidos por acciones terroristas ni agresión a personal militar. La
disposición y buen criterio que demostró el teniente coronel dejaron en claro
al general que aquél no había tenido injerencia en los excesos que se habían
cometido anteriormente en esa ciudad. Acordaron que los integrantes del consejo
de guerra, a excepción del coronel Rivera, serían convocados para las 14.30
horas, a fin de resolver los casos acordados en la citada reunión.
La situación de seguridad interna de Calama preocupaba al
nuevo gobierno por distintos motivos. Se trataba de una zona fronteriza con
Bolivia en un período en que las relaciones con Perú estaban muy deterioradas,
tal como se lo expresaran a Allende los generales de las Fuerzas Armadas tres
meses antes. Era previsible que en un conflicto con Perú se involucrase
Bolivia. Por otra parte ahí se ubicaba el principal centro productivo de cobre,
además de la fábrica de explosivos Dupont, y en ambas empresas los sindicatos
habían sido controlados por partidos de izquierda. Para agravar el cuadro,
Carabineros había informado que el gobernador militar demostraba una abismante
incompetencia, la que se había manifestado en su pasividad en tomar control del
centro minero y la planta Dupont, lo que se hizo en horas de la tarde del día
11, permitiendo la sustracción de un gran cantidad de explosivos. El propio
prefecto local, coronel Arriagada, había dirigido varios oficios al Director
General de su institución para representar esta y otras situaciones de orden
interno. Paradojalmente, a ello Rivera unía actitudes erráticas y de gran
dureza, que se reflejaban en las arbitrariedades cometidas en la provincia de
El Loa, de las que hemos dado cuenta en capítulos anteriores.
Esos fueron los temas que conversaron Arellano y Rivera
en el trayecto hacia Chuquicamata, adonde fueron acompañados por el ayudante
del primero, el teniente Juan Chiminelli.
Los ejecutivos del mineral le mostraron el proceso productivo, en tanto
que el personal de seguridad le informó de las medidas que se habían adoptado
en tal sentido. Pasadas las 7 de la tarde emprendieron el regreso a la ciudad.
Al ingresar al regimiento al general le sorprendió ver frente a la puerta de
acceso al mismo abogado con quien había conversado esa mañana, quien lo estaba
esperando. Pidió al oficial de guardia que autorizara su ingreso y se reunió
con él.
El abogado estaba consternado: -¿Qué pasó, general? Dicen que los mataron.
- Señor, vengo
llegando de Chuquicamata y no sé de qué me está hablando. ¿A quién mataron?
El profesional, bajo y de tez morena, no tenía
información precisa, pero cuando hacía antesala fuera del recinto en que
sesionaba el consejo de guerra, se enteró que varios de los prisioneros cuyos
casos se estaban tratando habían sido retirados de la cárcel y llevados fuera
de la ciudad, y que más tarde un oficial de la comitiva del general había
informado de su muerte a los miembros del consejo.
Arellano pidió al abogado que lo esperase hasta que
pudiese averiguar algo más. Su primera acción fue llamar al propio coronel
Rivera. Éste apareció demudado: se acababa de enterar de lo sucedido y no tenía
explicaciones. El ex ayudante del delegado estuvo presente en ese encuentro, en
el que sólo había preguntas. Chiminelli recuerda que el jefe militar estaba
molesto con Rivera porque dio por entendido que en estos hechos debió
participar personal de su dependencia, pero a esas alturas ninguno de ellos
sabía nada más.
A las 9 de la noche debía reunirse con los oficiales en
el casino de la unidad, donde habría una comida de camaradería. Esta situación
debía quedar aclarada antes de esa hora, por lo que, mientras el coronel hacía
sus propias indagaciones, Arellano pidió a Chiminelli que ubicase a los
miembros de la delegación, exceptuada la tripulación. Minutos después llegó el teniente con el
mayor Pedro Espinoza, quien le informó que mientras él se encontraba trabajando
con el capitán Santander en temas encomendados por el general Lutz, entre las
16 y las 17 horas, “escuchamos movimiento
de vehículos y acudimos para ver de qué se trataba. El comandante Arredondo,
oficiales del grupo militar y algunos oficiales del regimiento Calama habían
llegado con un camión con numerosos detenidos traídos desde la cárcel.
Posteriormente, junto a oficiales cuyo nombre no recuerdo, de dotación del
regimiento, se dirigieron hacia un lugar llamado Cerros de Topater. Junto al
oficial con el cual yo me encontraba, en un Land Rover, seguimos a la columna
hasta el puente sobre el río Loa. Sin bajarnos del vehículo regresamos el
capitán y yo al regimiento” (texto de declaración judicial).
El comandante Figueroa relató que “...alrededor de las 17 horas ingresó a la sala
en que sesionaba el consejo el mayor Marcelo Moren, quien informó que acababan
de fusilar a varios de los procesados, ante lo cual el consejo suspendió la
sesión. Posteriormente recibí un acta suscrita por el teniente coronel
Arredondo, en la que daba cuenta de la muerte de numerosas personas tras un
intento de sublevación contra el contingente que él comandaba. Esta acta fue
agregada a los respectivos procesos...”
Espinoza manifestó en la declaración que voluntariamente
entregara en 1990 a la Comisión Verdad y Reconciliación, después ratificada
ante el tribunal, que observó que tanto Rivera como Arellano “se veían claramente preocupados y el
coronel Rivera parecía torpe y titubeante. El general Arellano conversó
privadamente con el comandante Arredondo y en algún momento lo vi hablar con el
comandante Oscar Figueroa”.
En la breve reunión con Espinoza y Chiminelli el general
fue informado por éstos de lo sucedido la noche anterior en Antofagasta (y de
la consiguiente participación del coronel Ortiz), lo que aumentó su estupor. El
posterior encuentro con Arredondo le cerró el cuadro, cuando éste le respondió
que había solicitado autorización al presidente del consejo de guerra para
interrogar a algunos detenidos (circunstancia que fue ratificada por el
fiscal), lo que decidió hacer fuera del recinto carcelario. En la versión del
comandante, los presos intentaron sublevarse, por lo que dio orden de disparar.
Juan Chiminelli estuvo presente en esa tensa y breve conversación y en su
declaración al tribunal expresaría: “Recuerdo
que el general Arellano gritaba y saltaba”. Lo cierto es que el comandante
carecía de facultades e instrucciones para interrogar detenidos, función que
era privativa del fiscal Figueroa. El retiro de personas de la cárcel,
solicitado al parecer al alcaide por el capitán Carlos Minoletti, era otra
aberración inaceptable, especialmente considerando que varias de esas personas
debían comparecer ante el consejo ya reunido, hecho que probablemente se usó
como pretexto. Por ello no pueden caber dudas que los detenidos fueron
retirados y llevados fuera de la ciudad con el preciso propósito de
ejecutarlos. En cuanto a la versión de la “sublevación”, Arellano le expresó a
su “jefe de estado mayor” que era
estúpida y ofendía su inteligencia, por lo que Arredondo debía suscribir
personalmente un documento asumiendo su responsabilidad en los hechos. Esa fue
el acta en que, en el apresuramiento, sólo se registraron los nombres de 23 de
los 26 ejecutados, documento que fue suscrito en varios ejemplares, que a su
vez se incorporaron a cada uno de los procesos. Esa fue el acta que
personalmente conocí.
Ignoro por qué se mencionaron 23 personas. Probablemente
se deba a que respecto de algunas de las víctimas ya se había dictado
sentencia, como era el caso del dirigente sindical Domingo Mamani, condenado a
20 años de relegación. Por ello su causa no estaba siquiera en la tabla del
consejo de guerra. Arredondo ni siquiera sabía a quienes estaba ultimando.
De la indignación del general Arellano quedó testimonio
en una edición de revista Análisis, una de las tantas que esa publicación
dedicó a incriminarlo: un ex oficial,
cuyo nombre no se entregaba, señaló a uno de sus periodistas en 1986 que aquél
se veía "descompuesto y furioso". Por cierto el mismo ex oficial
manifestaba después su extrañeza, porque le costaba entender que el general no
estuviese al tanto de lo sucedido. Como muchos de los uniformados que servían en las tres
guarniciones donde se cometieron estos crímenes, éste quedó también convencido
que el mismo general que los llamaba a la moderación y se reunía con fiscales y
auditores para perfeccionar los procedimientos judiciales, simultáneamente
ordenaba ejecuciones sin juicio. En Calama se daba la agravante de que la masacre se cometió en los mismos
momentos en que sesionaba un tribunal constituido por expresas instrucciones
del propio general. ¿Es concebible
un acto de mayor vileza y esquizofrenia?
Antes de ir al casino, donde por largo tiempo debieron
esperarlo los oficiales, Arellano habló con el abogado que lo esperaba
pacientemente. Por él, por un civil, se había enterado por primera vez de asesinatos
que se cometieron a sus espaldas y, al entender de muchos, en su nombre. Le
confirmó que su información era cierta y, quizás dejándose llevar por la
simpatía que le despertó su angustia, le pidió que lo acompañara al casino de
oficiales.
Según el relato de Pedro Espinoza: “...pasadas las 21 horas se inició una comida a la que asistieron
oficiales y algunos civiles. Entre estos últimos estaba un abogado a quien el
general había invitado. El coronel (Rivera) se ausentó al menos una vez por una media hora durante la comida, la que
en términos generales transcurrió con conversaciones en voz baja y rostros
sombríos”. “Alrededor de las 23 horas el general Arellano, mirando al
comandante Arredondo, dijo: ‘Nos volvemos a Antofagasta’. Nos levantamos,
fuimos por nuestros efectos personales a las dependencias antes asignadas y nos
embarcamos en el helicóptero. Llegamos unas dos horas después al regimiento
Esmeralda de Antofagasta”.
Es probable que esas actuaciones sean las que motivaron
las emotivas palabras que años más tarde diría Eugenio Rivera ante en una
reunión de una comunidad religiosa, cuando señaló ese momento como el más
traumático de su vida, destacando positivamente la actuación del general
Arellano. Ello no fue óbice para que, después de ser contactado por sus
actuales protectores, tergiversara groseramente los hechos, hasta el punto de
hablar de sentencias dictadas por el
general. Yo pregunté al general
Gordon, en 1986, si se le daría acceso a los expedientes al ex coronel para que
comprobara que los procesos se cerraron con el acta mencionada y no con
sentencias, a lo que me respondió que no tenía inconveniente. Ingenuamente envié el mensaje a Rivera, quien
se negó de plano a examinarlos. De cualquier forma el propio fiscal Figueroa
ratificó en el juicio que no hubo tales sentencias y que sí recibió el acta
firmada por Arredondo.
Pero en Calama siguieron sucediendo hechos importantes.
Previamente veamos cómo actuaron los ejecutores. Veintiséis detenidos por
faltas o delitos menores habían sido bajados del camión uno a uno. Solamente
oficiales de baja graduación fueron reclutados por Marcelo Moren para
participar en la matanza y trasladados en tres jeeps militares Toyota. Cada
oficial debió disparar al menos sobre uno de los prisioneros con fusiles Sig,
mientras sus trémulos compañeros observaban desde el camión esperando su turno.
Las versiones recogidas indican que un capitán de apellido alemán daba el tiro
de gracia con una carabina Garand; otras hablan de la intervención del teniente
Armando Fernández con uso de un corvo. También se ha dicho que a quienes iban a
ser ejecutados se les puso una bolsa de lona sobre la cabeza, que a algunos se
les habían amarrado las manos y a otros no.
Los cadáveres fueron dejados en el mismo lugar,
probablemente con alguna custodia. Contrariamente a la enorme cantidad de
falsedades que tejería posteriormente Eugenio Rivera, alrededor de las 20 horas
llegó al lugar un camión “REO” con cuatro soldados al mando de un teniente
Contreras y un cabo de apellido Gautier, quienes depositaron los cuerpos en el
vehículo. Luego esperaron que dieran las 9 de la noche, hora en que se iniciaba
el toque de queda, para trasladar los cadáveres a la morgue. En ese lugar
fueron examinados por el mayor Rojas, médico del regimiento y director del
Hospital de Calama, quien, luego que las víctimas fueron identificadas,
extendió los correspondientes certificados de defunción, todos los cuales
fueron inscritos al día siguiente en el Registro Civil por instrucciones del
coronel Rivera.
Aproximadamente a las 10 de la noche, ya iniciada la
comida más triste que se haya efectuado jamás en el regimiento Calama, Rivera
fue informado por un suboficial que los cuerpos ya estaban en la morgue. Era
necesario adoptar una decisión antes que se levantara el toque de queda, previendo
las reacciones de los familiares. El coronel se levantó a conversar con el
doctor Rojas y el capitán Minoletti, impartiendo a éste una orden demencial:
los cadáveres debían ser enterrados en el
desierto. El capitán cumplió esta extraña orden en compañía del médico y
de doce soldados al mando del cabo Luis Concha, a bordo de cuatro jeeps. El
camión que llevaba los cuerpos fue conducido por el cabo Gautier. Pasado el río
Chiu Chiu, el capitán Minoletti dio la orden de cavar una fosa, en lo que
participaron dos grupos que se turnaban. La cavidad quedó de unos ocho metros
de largo por cuatro de ancho, con una profundidad de escasamente un metro. Para
combatir el frío y superar la tensión los soldados compartieron unas botellas
de pisco. Finalmente se cubrió el lugar con la tierra extraída y se apisonó con
los vehículos. De vuelta en el regimiento, pasadas las 3 de la madrugada, a los
participantes en la sepultación se les reemplazó la ropa utilizada y se les
advirtió que no debían comentar lo sucedido.
Eugenio Rivera había cometido un segundo crimen, que
agravaría las ya trágicas consecuencias del primero y del cual quedaría impune
a cambio de su colaboración para apuntar hacia arriba, hacia el delegado del
comandante en jefe. Ello tendría otro precio posterior para él: renunciar en
junio de 1985 a su trabajo en la Empresa Nacional de Explosivos, ENAEX, como
paso previo al inicio de la campaña. En el juicio de Guzmán Tapia, a Rivera le
bastó con sostener que “Arredondo ordenó a Minoletti” enterrar los cadáveres en
el mismo lugar del fusilamiento, lo que, aparte de ser inverosímil, quedó
probadamente desvirtuado. Pero este delito sigue impune.
En las primeras horas de la mañana del 20 de octubre el
atribulado coronel enfrentaba la presión de familiares y los insistentes
llamados del administrador apostólico de Calama. Entonces tomó una nueva
decisión: su hombre de confianza -y al parecer también del comandante
Arredondo-, el capitán Carlos Minoletti, debía ir a “peinar” el lugar donde
estaban enterrados los cadáveres de los fusilados. No tenemos certeza si ésa
fue la única operación de peinado o hubo otra posterior. Lo cierto es que los
cuerpos fueron retirados de la fosa original, poco profunda y cercana al pueblo
de Chiu Chiu, para ser enterrados en las cercanías de Topater. Pero antes de su
nuevo entierro, fueron destruidos mediante explosivos. Pasarían cuatro o cinco
años antes que personal del regimiento de Ingenieros Nº 2 de Puente Alto fuese
enviado a exhumar los cuerpos de los ejecutados y se encontrara con fragmentos
dispersos de osamentas. En la llamada Mesa de Diálogo del año 2001 los
representantes del Ejército informaron que los restos fueron lanzados al mar,
aunque antes y después han aparecido pequeños fragmentos. En lo anterior estaría
la explicación.
Luego de dar esta segunda orden, Rivera se sintió más
seguro y decidió recibir al sacerdote y a los familiares de las víctimas. A
todos les aseguró, invocando "disposiciones sanitarias", que al cabo de un año los cuerpos serían
entregados a sus deudos y que contaban para ello con su palabra. Lo curioso
es que el coronel ni siquiera se preocupó de conocer el lugar donde los
ejecutados fueron enterrados, por lo que la única certeza que podía tener era
que no podría cumplir lo que prometía, especialmente si, como era previsible,
ese plazo se cumpliría cuando él estuviese asignado en otro lugar. Pasaría un largo tiempo antes que Eugenio
Rivera, para cumplir con sus nuevos aliados, visitara al cabo Concha en compañía
de un falso sacerdote armado para conminarlo a viajar a Calama y mostrarle la
ubicación de las fosas. Luis Concha sostiene que él no concurrió a la operación
de “peinado”, pero Rivera parecía entender que sí lo había hecho. Habían
transcurrido trece años desde que hiciera su falsa promesa.
Luego de tranquilizar a las familias, el jefe militar
entregó un comunicado en que se daba cuenta de las muertes atribuyéndolas “a un
intento de fuga”.
Todos los oficiales que fueron convocados a fusilar
detenidos en Topater ingresaron posteriormente a la DINA, absolutamente todos.
Ninguno de los que no participaron lo hizo. ¿Casualidad? Imposible. Se había
cumplido otra de las finalidades de los nuevos conspiradores: el reclutamiento
de oficiales que habían pasado por el bautismo de fuego.
Uno de los militares obligados a disparar contra personas
indefensas fue el teniente Patricio Lapostol. Este afirmó que el mayor Moren
calumnió a su padre, el coronel Ariosto Lapostol, jefe directo de Moren en el
regimiento Arica de La Serena, antes de ordenarle integrar el grupo de fusileros. En
1975 el teniente fue exonerado después de haber ingresado en territorio
boliviano con personal armado y vehículos militares, por lo que, al cabo de un
período de detención en La Paz, fue devuelto a Chile, según informó al juez Guzmán
un oficial en retiro. Esta situación y otros hechos luctuosos ocurridos
mientras servía en Linares terminaron con su carrera.
DENEGACIÓN DE
JUSTICIA
Las normas de seguridad aérea prohibían estrictamente los
vuelos nocturnos de helicópteros, por lo que al disponer el intempestivo
regreso el general Arellano cometió una flagrante violación a tal normativa y
afectó la seguridad del grupo militar. Su ansiedad lo llevó a cometer otra
imprudencia. El piloto Emilio De la
Mahotiere, comprensiblemente inquieto, debió aterrizar nuevamente -pero esta
vez casi a las 2 de la madrugada- en el patio del regimiento Esmeralda, sin más
luces que las de la propia nave y produciendo un estrépito que sobresaltó al
personal que en esos momentos dormía.
Ahora los oficiales no disponían de habitaciones en el
hotel, y naturalmente tampoco el general podría llegar a esas horas a la casa
de Lagos, por lo que pidió al oficial de guardia que le proporcionara algunas
camas en las cuadras del regimiento para descansar hasta que pudiese visitar al
jefe de la División. Antes de las 8 de la mañana llamó a la oficina de éste
para concertar una pronta reunión, pidiendo se le informara que esperaría su
llegada en la Intendencia. Arellano concurrió allá con un nervioso Sergio
Arredondo, que veía derrumbarse su torcida trama con un inminente riesgo
personal. Su propósito era que Lagos dispusiera la inmediata instrucción de un
sumario por lo sucedido en las dos ciudades, para cuyo efecto debía contarse al
menos con la presencia de Arredondo y Ortiz. Esa fue la denuncia responsable de un grave delito ante
el juez competente.
Pero nunca pudo imaginar lo que ocurriría. El comandante
en jefe de la División y Juez Militar de
la misma no estaba para analizar nada. Arellano quiso ingresar inicialmente sin
su subordinado, para intercambiar informaciones sobre ambos crímenes. Pero
antes que cruzara el umbral de su despacho, Lagos comenzó a vociferar fuera de
sí, culpándolo de lo sucedido. En el intertanto uno de los principales
responsables se paseaba en la oficina exterior esperando su hora, mientras un
incómodo capitán Ríos, ayudante del jefe divisionario, intentaba concentrarse
en su trabajo en medio de destemplados gritos. Lagos relató así este episodio,
luego de dar a entender que su colega había vuelto de noche a la ciudad para “agradecer atenciones”:
“...le enrostré su
criminal actitud y le manifesté mi indignación por esos crímenes cometidos a
mis espaldas en un lugar bajo mi jurisdicción. Se disculpó diciendo que el
comandante Arredondo había actuado por iniciativa propia y sin su autorización.
Me molestó de sobremanera este subterfugio con el que se declaraba poco menos
que inocente y asignaba la responsabilidad a un subalterno, en circunstancias
que el jefe de esa comitiva era él...”
Este exabrupto impidió establecer responsabilidades. El
juez militar no estaba dispuesto a investigar nada; no estaba dispuesto
siquiera a permitir el ingreso a su oficina del oficial a quien el general
estaba denunciando como responsable directo de los crímenes de Calama, pero
mucho menos estaba dispuesto a convocar y procesar a los coroneles más antiguos
de su directa dependencia por lo sucedido en Antofagasta el día 18. Arellano le
insistió inútilmente que instruyese un sumario, que confrontase de inmediato a
Arredondo, Ortiz y Cartagena, que ése era el único motivo de su regreso. Fue
inútil.
El propio Lagos reconoció que, a pesar de la insistencia de Arellano, negó el ingreso de Arredondo a
su oficina. ¿Por qué Lagos Osorio no tuvo la capacidad de escuchar? ¿Por qué
no asumió su rol como juez militar? ¿Quiso proteger con ello a Ortiz y
Arredondo, compañeros de arma con quienes le unían las relaciones de mando
conjunto? ¿Fue su odiosidad hacia Arellano la que lo hizo actuar en forma
irracional, culpándolo sin escuchar, sin reparar en que estaba allí por su
voluntad y acompañado de uno de los responsables pidiendo el sumario de rigor? Nunca sabremos qué sentimientos y emociones lo hicieron
actuar de manera tan absurda, ni qué lo llevó a denegar la aplicación de justicia,
obligación legal ineludible para un juez. Juan Guzmán Tapia también perdió la
oportunidad de saberlo o, más bien, nunca se interesó en hacerlo, porque nunca
cuestionó la coherencia de las actuaciones de Lagos; le bastaron las
incriminaciones, a pesar de su abierta inconsistencia.
Cuando me informó del procesamiento de mi padre, pregunté
a Guzmán: -¿Cómo piensas explicar el
regreso nocturno desde Calama a Antofagasta? ¿Cómo ubicas en ese contexto sus
reiterados y públicos llamados a la moderación? ¿Cómo se entiende que haya llevado a Arredondo a la presencia de Lagos
insistiendo en que lo enfrentase? ¿Qué sentido le das a sus discursos, y a las
reuniones de trabajo con fiscales y auditores?
No hubo respuestas. Nunca el ministro se sintió en la
necesidad de explicarlo. ¿Es así nuestro
sistema judicial? Ciertamente así actuó el juez Guzmán. Lo que no cuadra se
ignora. Pero así no es la justicia. Así no puede ser.
En un toque histriónico, Joaquín Lagos había agregado que
el general Arellano “sacó de su manga un
documento para que lo leyera: era una comunicación del comandante en jefe del
Ejército que lo nombraba Oficial Delegado (con facultades) para revisar y acelerar los procesos...” Llama la atención que una afirmación tan
breve pueda contener tantas falsedades y contradicciones:
- En esos días los militares no vestían tenida de salida
sino de campaña, la que no tiene bocamanga, y claramente no es posible guardar
un documento en su puño.
- En cada una de sus escalas el delegado entregó una
copia de su credencial al respectivo jefe militar, lo que ha sido ratificado en
cada caso, y sin lo cual carecía de todo título para efectuar la labor
encomendada. Lagos supo de esta delegación antes de la visita de Arellano y
recibió el oficio a su llegada. De otra manera no se explica que haya accedido
a dejarlo hablar ante toda la guarnición, a pesar de su reiterada oposición.
- Efectivamente era oficial delegado con facultades,
entre otras, para revisar procedimientos judiciales. Eso es justamente lo que
hizo en Antofagasta con el auditor Herrera y en Calama con el fiscal Figueroa.
Pero Lagos pareció no tomar en cuenta que
hubo ejecuciones sin proceso; que por consiguiente se efectuaron a pesar
del prolijo trabajo que el delegado desarrolló precisamente para perfeccionar
el precario sistema judicial militar.
Así se frustró la posibilidad de hacer justicia, en tanto
que esta manifiesta lenidad de quien tenía esa responsabilidad fue utilizada
por él mismo para denostar al camarada de armas que, furioso y angustiado,
había alterado su ruta para exigir un sumario que era ineludible. En ninguna
circunstancia, por álgida que sea, puede justificarse una matanza de detenidos
indefensos, sin cargos, sin juicios, sin atisbos de justicia o piedad. Lagos
Osorio marcaría a un inocente como asesino y, merced a su inexplicable
negligencia, daría lugar a la leyenda de la caravana de la muerte. Ya llegarían
los tiempos en que hasta las consecuencias de sus propios actos se cargarían en
la cuenta de Arellano, como sucedería con los fusilamientos de Copiapó. La
acción (o inacción) de Lagos permitió la impunidad de los culpables, pero
también condenó socialmente a quien llegó en busca de justicia y que desde
entonces no ha cesado de buscarla. Gracias a su conducta los nuevos
conspiradores obtendrían otro rutilante éxito. La reacción del juez militar
ante la decidida acción de Arellano fue sorprendente, pero también sorprende
que ella haya sido tan funcional a los propósitos del poder fáctico que
comenzaba a operar en el Ejército y en la sociedad chilena. ¿Fue una mera
coincidencia? No lo creo, aunque un
oficial de la comitiva declaró que “esa
actitud me pareció no sólo extraña, sino sospechosa, puesto que con ello
impidió que se establecieran responsabilidades por lo sucedido y dio lugar a
falsas versiones que él mismo se encargó de propagar públicamente”.
Pero es impensable que Lagos haya estado coludido con el
cuartel general de la segunda conspiración. Me inclino por la tesis que me
expusiera hace años un ex general que conocía bien a su gente: alguien en Santiago había hecho una adecuada
evaluación de la peculiar personalidad de Joaquín Lagos Osorio.
====
Lo
anterior,
Ruego a US.I. tenerlo presente.
El mismo Informe, en la
única nota positiva que contiene sobre un jefe militar, hace en su página 91 un
reconocimiento de su actuación durante su desempeño como juez militar de la II
División, función que ejerció a partir de diciembre de 1973.
US.I. ya conoce -suponemos,
porque está en autos- lo expresado por el cardenal Silva Henríquez y por el
obispo metodista Vásquez del Valle sobre las actuaciones del general en defensa
de los derechos humanos. Y las palabras del sacerdote Joaquín Alliende a partir
de una dramática experiencia personal en el llamado caso Nunciatura, y las del
ex ministro Edgardo Enríquez sobre su propia liberación (en su libro "En
el nombre de una vida"), y las de los ex ministros Arturo Jirón, Pascual
Barraza, el ex senador Aniceto Rodríguez, etc. A ellas -y muchas otras
acreditadas en autos y contenidas los capítulos XII y XIII del libro "De
Conspiraciones y Justicia"- se agrega la declaración pública de "las
iglesias evangélicas que participaron en el Comité Pro Paz y el Comité de Ayuda
a los Refugiados", recordando que en esos dramáticos días plantearon a las
autoridades militares múltiples problemas y "situaciones que muchas veces involucraban la supervivencia de personas",
destacándose en la búsqueda de soluciones los generales Bonilla y Arellano.
Agregan que este último "colaboró
decididamente con nuestras Iglesias y con las organizaciones creadas,
demostrando un carácter humanitario y sentimiento realmente cristiano".
Es paradojal que uno de los casos referidos por las iglesias evangélicas haya
sido el de un pastor perteneciente al MIR que había sido condenado a pena
capital por un consejo de guerra en Antofagasta, sentencia que había sido
dispuesta por Joaquín Lagos, y que solo pudo ser revocada en una acción
mancomunada de Arellano y Bonilla en contra de la enconada oposición del juez
militar de la I División de Ejército.
No es nuestro propósito
profundizar en otros testimonios directos, algunos de los cuales están
reproducidos en el libro de mi autoría, pero cabe destacar que a lo largo de
una impecable vida militar el general Arellano dejó una profunda huella en
quienes sirvieron con él, como lo evidencia hasta hoy el Curso Militar que
lleva su nombre.
El suscrito no puede ni
desea desdoblarse entre sus calidades de abogado defensor y de hijo, aunque
esta última permita alguna liviana descalificación. Ello porque precisamente en
mi calidad de hijo fui testigo de varias de las actuaciones de que dieron cuenta
los dignatarios eclesiásticos que estaban abocados a acciones humanitarias. Y
en esa misma calidad aprecié, al regreso de su dramático viaje al norte, en
forma directa y personal, su perplejidad y dolor ante lo sucedido en
Antofagasta y Calama, junto a sus tempranas sospechas de un fatídico doble
mando, el que por entonces resultaba imposible de imaginar para quien no estaba
al tanto de la incubación de una entidad que al año siguiente él calificaría de
"verdadera Gestapo" en carta al comandante en jefe que significó
perder lo que quedaba de la relación entre ambos.
El general Arellano ha sido,
antes y ahora, una víctima del poder, el mismo que dos veces rehuyó cuando le
fue ofrecido. Primero actuó en su contra un poder todavía fáctico y en la
sombra que urdió una criminal conspiración; años después el poder institucional
le negó dos veces el tribunal de honor que solicitaba; y finalmente ha sentido el
poder de una justicia que no ha sido tal, respaldada por una implacable orquestación
política y mediática imposible de contrarrestar y que, por cierto, ha sido una
manifestación más de la conjunción de poderes que en el tiempo se hicieron
funcionales entre sí. Esos poderes que la Comisión Verdad y Reconciliación
registró y que en esta causa han sido simplemente ignorados.
Los abogados que hemos
llevado esta defensa
estamos conscientes que el ministro Juan Guzmán dejó a sus sucesores una
investigación errática, sesgada y carente de método, con doble y hasta triple
foliación, extravío de documentación y, en fin, un sumario que no refleja
objetividad ni criterio jurídico, sino el propósito manifiesto de culpar y
condenar a nuestro representado a partir de su calidad de "oficial
delegado" para ganarse el título del juez
que procesó a Pinochet. Al cabo más de quince años en este extraño juicio
-y a la luz de resoluciones pasadas y recientes- nuestro umbral de confianza en
esta Justicia es muy bajo; pero nos negamos a concluir que el sentido de
ecuanimidad no exista en quienes han dedicado su vida a la sagrada profesión de
buscar la verdad.
Lo anterior,
Sírvase
US.I.
tenerlo presente.
"
Tal fue el aprecio e impronta con las cuales marcó
nuestra vidas que una vez egresados de la Escuela Militar, sea como oficiales o
a la vida civil, constituimos con personalidad jurídica el Curso Militar 1955
del Capitán Sergio Arellano Stark. Con el correr del tiempo, este Curso
1955 recibió como donación de nuestras señoras un Estandarte de Combate en el
cual se bordó el nombre de nuestro hoy querido General (R) Arellano. El Curso
1955 manifiesta con orgullo esta relación con nuestro gran formador, único
General de Ejército en vida que ha recibido el honor de ver su nombre en un
Estandarte de Combate relacionado con el Ejército de Chile" (Sergio
Juillerat, presidente del Curso Militar 1955).