CAPÍTULO VIII
1980:
El año de la Constitución
Grandes
expectativas
El inicio de una nueva década encontró a
la Revolución Militar más firme y exitosa que nunca antes, pero en nada había
amainado la campaña soviético-cubana de desprestigio en su contra en el
exterior. En todo caso, ya la frase que me dijera Jaime Guzmán a fines de 1977,
“este gobierno está caído”, se había disuelto en el olvido y probablemente ni
siquiera él la recordara: la economía crecía como nunca antes, la inflación iba
en retirada, el mayor bienestar material de todos se palpaba y la nueva
Constitución estaba lista para ser sometida al pueblo.
El
Consejo de Estado se la había hecho
llegar al Presidente de la República y éste la había remitido a la Junta de
Gobierno, compuesta por el mismo Pinochet, Merino, Matthei y Mendoza, con sus
respectivos asesores máximos, el Auditor General del Ejército, general Fernando
Lyon; el Contralmirante Aldo Montagna, el General de Aviación (J) Enrique
Montero y el General de Carabineros Harry Grunewald, sumados al ministro del
Interior, Sergio Fernández y al Secretario Auditor de la Junta, Comandante
Sergio Duvauchelle, de la Armada.
A
su turno, el Banco Mundial, en enero de 1980, reconocía lo obrado por la Junta
desde 1973 en un estudio exhaustivo sobre la economía chilena:
“Bajo
circunstancias extraordinariamente desfavorables, las autoridades chilenas han
logrado un vuelco económico sin precedente en la historia de Chile. Cuando la
Junta Militar tomó el poder en septiembre de 1973, la inflación había alcanzado
una tasa anualizada de alrededor de 1.000 %, las reservas internacionales netas
eran negativas, la deuda externa se encontraba en mora y la producción caía por
segundo año consecutivo. Sólo el déficit del gobierno excedía el 20 % del PGB,
la emisión de dinero estaba fuera de control, el sistema financiero por el
suelo y la tasa de cambio fuertemente sobrevaluada” (1).
Pero
en marzo la presidencia de Augusto Pinochet sufre un remezón extremo que,
paradójicamente, se convertirá en un activo para su popularidad dentro del
país: el frustrado viaje a Filipinas.
El prurito de
viajar
En los almuerzos a
que el Jefe del Estado solía convidar a los directores de diarios me llamaba la
atención que él aludía frecuentemente a lo que consideraba un grave menoscabo
impuesto por el cargo que desempeñaba: “Ustedes pueden viajar”, nos decía. “En
cambio yo no puedo moverme de aquí”. Parecía envidiarnos por eso.
Me
llamaba la atención esta sobrevalorización que él le confería a la posibilidad
de viajar al extranjero. Y, de hecho, a esa inquietud terminó debiendo los que,
probablemente, fueron los dos peores trances a que se vio sometido en su vida
pública, el de 1980 y el de dieciocho años después.
Pues
a comienzos de 1980 resolvió hacer una visita a Oceanía, obedeciendo a una
reticente invitación recibida del dictador filipino Ferdinand Marcos, en 1977.
El ministro de Relaciones Exteriores, Hernán Cubillos, tenía algunas
objeciones, pues nuestro país había designado embajador en Manila –el
contralmirante (r) Carlos Le May— y había pasado más de un año sin que los
filipinos designaran un representante suyo en Santiago. Sus asuntos en Chile
eran atendidos por su embajador en Brasil.
Filipinas
vivía un período de agitación. Marcos era objeto de una campaña de desprestigio
internacional casi tan agresiva como la que sufría Pinochet, y del mismo
origen: la izquierda internacional, que hacía bailar a casi todos al son
dispuesto por el KGB soviético, y en particular a la opinión pública
norteamericana a través de los liberals. Y,
por consiguiente, al gobierno liberal de Jimmy Carter.
Además,
Filipinas vivía un conato de guerra civil interna derivado del alzamiento de
los musulmanes de Mindanao, de modo que no era un lugar seguro para ningún
invitado de su gobierno.
En
fin, la conclusión debía ser que no convenía relacionarse con Marcos ni con su
conocida cónyuge, Imelda, de fama internacional por sus excesos de dispendio y elegancia.
Pero
todas estas reticencias expuestas por Relaciones Exteriores chocaban con el
deseo explícito de Pinochet de viajar. Así es que la gira se justificó bajo el
propósito de fortalecer la política chilena hacia el Pacífico: sería de diez
días y se extendería a Indonesia, Malasia, Tailandia y Singapur, además de
estadías oficiales en Islas Fidji y Tahiti, con escalas en Papúa-Nueva
Guinea y Hong Kong.
Y
además se concretó porque el entorno militar del Presidente tampoco veía en
ella un riesgo para su seguridad.
En
Filipinas la visita ya había sido anunciada y se preparaba una recepción
pública masiva. La parte chilena envió, con la debida anticipación, carteles y
banderines a ser distribuidos entre el público. Pero hubo una petición de
Marcos que Pinochet no aceptó: aquél quería que a su arribo no se presentara
vistiendo su uniforme. Mal presagio.
Una
bofetada en la cara
Pasado el mediodía
del viernes 21 de marzo de 1980 despegó el LAN portando una numerosa comitiva,
integrada por la pareja presidencial, su hija Lucía y su marido, Hernán García
Barzelatto; nueve militares de alto rango; el Jefe del Estado Mayor
presidencial, general Santiago Sinclair y los ministros de Relaciones
Exteriores, Hernán Cubillos; Defensa, general César Raúl Benavides; Hacienda, Sergio de Castro, con sus
respectivas señoras; y los funcionarios de Cancillería Javier Illanes y Ricardo
Letelier. Además, viajaban decenas de agentes de seguridad, funcionarios
menores, secretarias y periodistas.
Hicieron
escalas en Pascua y Papeete e iban volando hacia Islas Fidji cuando el
embajador en Filipinas, Charles Le May, tras ímprobos esfuerzos, logró
comunicarse con el avión presidencial para informar que había recibido un
llamado del canciller filipino, Carlos Rómulo, diciéndole que el Presidente
Marcos había retirado la invitación, tras una reunión con sus generales. Habían
sido inútiles los esfuerzos de Le May por comunicarse con el gobernante
filipino y su cónyuge, pues se hallaban fuera de Manila por “asuntos
imprevistos y urgentes”.
El
viaje de Pinochet se transformó, desde ese momento, en una verdadera pesadilla.
Descendió en Islas Fidji, que era otra escala de la gira, una pequeña isla de
18 mil kilómetros cuadrados y 800 mil habitantes, ex colonia británica cercana
a Australia e independiente desde 1970, que había mantenido como reina
simbólica a Isabel II de Inglaterra. Sólo después, en 1987, un golpe de Estado
estableció la república y eliminó la dependencia monárquica.
En
ese lugar remoto el Presidente y su comitiva recibieron un tratamiento
vejatorio. Todos los pasajeros chilenos fueron fumigados y se retardó por horas
la autorización para desembarcar, bajo un calor sofocante, pues al detenerse
los motores del avión se interrumpió el aire acondicionado.
Y
el gobierno de Fidji canceló también la invitación que había extendido. La
comitiva chilena debió buscar un hotel, todo bajo una organizada lluvia de
tomates y huevos lanzados por una manifestación izquierdista apresurada e
inverosímilmente convocada para ese domingo de madrugada.
En
estas condiciones, Pinochet se reunió con su gente de confianza en el hotel y
hubo acuerdo para cancelar la gira.
“Duros”
y “blandos”
Dentro de la
Revolución Militar siempre hubo dos corrientes fundamentales: “duros” y
“blandos”, que a su vez se subdividían. Los primeros pertenecían al pensamiento
nacionalista, partidarios de una amplia intervención del Estado y de establecer
un régimen de corte corporativista, inclinado a parecerse al fascismo español,
y que sólo había dejado de admirar al nacional-socialismo alemán y al fascismo
italiano tras conocerse las atrocidades del Holocausto. Pero, antes, esas
simpatías habían estado muy extendidas en Chile, tanto que el partido
predecesor de la DC chilena, la Falange Nacional, se había escindido del
Partido Conservador adoptando el mismo nombre del partido fascista español,
“Falange Nacional”, y también su camisa parda y el brazo en alto.
Los
DC actuales execran ahora de todo eso, pero las fotografías de los años ’30 han
quedado en los archivos y el propio “hermano Bernardo (Leighton)” aparece en
ellas uniformado y con el brazo en alto. Es que en esos años el nazismo y el
fascismo parecían ser “el sol que más calentaba”.
Los
“blandos” del Gobierno Militar, que dentro de él habían triunfado hasta ese
momento, eran el equipo civil partidario de restablecer la democracia electoral
–protegida, por cierto, del extremismo de izquierda, que ya la había destruido
una vez con su armamentismo y su lucha por instaurar la “dictadura del
proletariado”— pero sometida a los avatares del voto popular.
Esos
“blandos” habían impuesto una economía libre, conceptos privatizadores y un
texto constitucional que conducía a la plenitud democrática.
Pero
“duros” y “blandos” gobiernistas convivían bajo el amplio amparo de la figura
de Pinochet, que oficiaba de árbitro entre ellos y había terminado respaldando
a los segundos tanto en el manejo socio-económico (Chicago Boys) como en la conducción política, confiada a partir de
1978 al llamado “equipo civil”: Sergio Fernández, Sergio de Castro, Hernán
Cubillos, Gonzalo Vial, Roberto Kelly (asimilado completamente, pese a ser
uniformado (r)), Alfonso Márquez de la Plata, Jorge Prado y el discreto
consejero político presidencial, Jaime Guzmán.
La
“bofetada filipina”, sin embargo, puso en mal pie al equipo civil “blando”.
Cuatro
corrientes
Pero la mera
clasificación entre “duros” y “blandos” es una simplificación. Pues había subdivisiones importantes y
antes de ver a dónde condujo el desastre filipino vale la pena precisar todas
las corrientes que operaban dentro del régimen militar y que el historiador
Gonzalo Vial redujo a cuatro, la última de las cuales terminaría imponiéndose,
no sin que antes hubiera remilgos de parte de Pinochet, que bajo diversos
estados de ánimo a veces se aproximaba a alguna de las otras:
Primera: los franquistas chilenos,
partidarios de un gobierno vitalicio como el que había encabezado el Caudillo
en España y que, ciertamente, al Presidente de la Junta de ningún modo le
disgustaba. Pero su sentido común le señalaba que no era fácil de concretar y
quienes lo propiciaban le parecían poco realistas o exagerados. Entre ellos
destacaba Hugo Rosende, ex senador conservador, decano de Derecho en la
Universidad de Chile y luego ministro de Justicia, cuyo símil favorito era el
de que si Pinochet dejaba el poder “lo iban a pasear en una jaula por la
Alameda”.
A Pinochet ciertamente no le agradaba esta
perspectiva, pero a la vez ese principal adalid del franquismo chileno, ante
cualquier desorden estudiantil, “me pedía sacar los tanques a la calle”, decía
el Presidente, lo que chocaba con su sentido común, que tenía más desarrollado
que la mayoría de sus compatriotas.
Segunda: Los teóricos del Poder Militar,
los uruguayos Juan María Bordaberry, ex Presidente de su país, y Álvaro
Pacheco, ambos tratadistas doctrinarios cuyo pensamiento se sintetizaba en una
frase: “No es que las Fuerzas Armadas tengan el Poder, o se les atribuya el
Poder, sino que son el Poder. El Poder Civil no existe sino en cuanto sea
sinónimo de Poder Público, vale decir, Militar”.
Sostenían que “anunciar plazos y programar retornos” debilitaba a los
institutos castrenses como gobierno. Estas verdades debían reflejarse o
“imbricarse” en la Constitución.
Por cierto, coincidían en mucho con los franquistas,
pero buscaban algo más que un Caudillo: un Estado Militar perenne.
Tercera: Los nacionalistas, que querían una
ruptura tajante con el liberalismo político y económico y buscaban un “Estado
nacionalista, antiimperialista, autoritario y corporativo” (o “de
representación orgánica”, como decía su exponente, el abogado Pablo Rodríguez
Grez, fundador del Frente Nacionalista
Patria y Libertad, que durante la UP enfrentó en el terreno de los hechos y
con mucho coraje a las milicias armadas marxistas.)
En un momento los gremialistas de Jaime
Guzmán fueron sus aliados, pero pronto separaron aguas. Los nacionalistas aportaban
la influencia española, derivada más del ‘tradicionalismo’ hispano –Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de
Mella, Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera (los dos últimos asesinados por la
República)— que del filofascismo presente en la Falange y su fundador y jefe,
José Antonio Primo de Rivera (otra víctima de la República).
El gurú de los tradicionalistas del
nacionalismo chileno fue el sacerdote de los Sagrados Corazones, Osvaldo Lira,
“filósofo tomista y teólogo, profesor de la Universidad Católica, célebre por
sus juicios definitivos y abruptos sobre hombres e ideas” (2).
A éste me tocó conocerlo en 1973, cuando yo
todavía era diputado, es decir, antes del “11”, en una comida en casa del
director del semanario Qué Pasa,
Jaime Martínez Williams. Recuerdo que el padre Lira me interpeló con estas
palabras textuales:
--
“Oye tú, diputado, supongo que le vas a llenar de plomo el cuerpo al canalla
ése…”
Yo me desconcerté, porque no tenía prevista
esa posibilidad, así es que pregunté por el primer nombre que se me ocurrió:
--“¿A Allende, padre?
--“¡Qué Allende ni qué ocho cuartos!” –me
espetó-- “¡A Silva Henríquez, a Silva
Henríquez!”-- que era en ese momento su (y mi) Cardenal-Arzobispo.
Cuarta
corriente: La democracia protegida, que fue la que finalmente se impuso y está
reflejada en la Constitución de 1980. Jaime Guzmán terminó siendo el mejor
abogado de ella. Jorge Alessandri, tras su experiencia de gobernante, también
había terminado adhiriendo a ese modelo.
Fue
el que finalmente rigió y resultó sin duda exitoso, pues le ha dado a Chile
estabilidad política, prosperidad económica y bienestar general, reflejado hasta
hoy, 2018, en las masas de inmigrantes que llegan al país huyendo del
izquierdismo populista.
¿De
qué se debía proteger a la democracia? De que el sufragio popular mayoritario
pudiera decidir cualquier cosa. Hay algunas materias que no pueden quedar
suj etas a él. Por ejemplo, los derechos inalienables de la persona humana; la
libertad y la base de ésta, la propiedad. Bajo una democracia protegida nunca
podrán surgir un Hitler, un Stalin, un Castro o un Chávez o su heredero Maduro que
arrasen con los derechos básicos gracias a una mayoría ocasional.
Los
“duros” al ataque
El desastre
filipino fue visto por los “duros” como una oportunidad para ellos. Y la hija mayor del Presidente, Lucía,
los interpretó al culpar directamente de aquél al canciller Cubillos.
Lucía
había sido militante democratacristiana. Ella misma me refirió que, cuando
ingresó al PDC, en los años ’60, se lo hizo saber a su padre, el entonces
coronel Pinochet. Éste, golpeándose la frente, le replicó:
“--Es
la peor noticia que me podría haber dado, hija”.
Junto
con ella, las “plumas” gobiernistas “duras”, Álvaro Puga (“Alexis”, que se
había dado a conocer bajo la UP) y Gastón Acuña McLean (brillante editorialista
de La Nación, el diario del gobierno)
se desataron contra Cubillos.
El
Presidente mantenía la calma, pero el día 25 “Pinochet sugirió que Hernán
Cubillos renunciara motu proprio. El
canciller dijo que prefería no abandonar el barco: que la dimisión le fuese
pedida. ‘Se la pido’, respondió escuetamente Pinochet, y Cubillos la presentó”
(3).
El
“equipo civil” ya había soportado una baja a fines de 1979, cuando el
Presidente le pidió la renuncia, sin expresión de causa, a Gonzalo Vial. Hemos
visto detalles sobre eso en el capítulo anterior.
El
episodio de Filipinas nunca fue mayormente explicado por quienes lo generaron,
los filipinos, pero en 1991 Imelda Marcos, en una entrevista televisiva, fue
sorprendida diciendo la verdad y afirmó, al respecto: “El general Romo, que era
Ministro de Relaciones Exteriores, fue notificado por la administración Carter
de que no podíamos recibir a Pinochet, debido a diferencias diplomáticas” (4).
Había
sido la izquierda liberal norteamericana
en acción, siempre poderosa y capaz de ocasionar enorme daño a su propio país
(fue la generadora principal de la derrota en Vietnam) y con mayor razón a
otras naciones.
Pero
esta vez, con respecto a Chile, se equivocó, porque fortaleció y no debilitó a
Pinochet.
Apoyo
popular masivo
Los gobiernos marxistas
pueden sacar fácilmente multitudes a las calles porque ellos son los únicos
empleadores en sus respectivos países. Si la gente no acude a desfilar para
rendir homenaje al “patrón”, puede ser sancionada o despedida. Pero en las
economías libres eso no es posible, porque el gobierno es sólo un empleador más
y sus propios funcionarios saben que él no representa la única alternativa de
trabajo.
Por
eso la enorme concurrencia que recibió a Pinochet ese día 24 de marzo en la
tarde, frente al edificio Diego Portales, por la Alameda, sorprendió a todo el
mundo: al oficialismo, porque no había tenido tiempo de organizar nada para
convocar a la gente, pese a lo cual ésta había acudido en masa; a sus
detractores, porque sostenían que la enorme mayoría se oponía a Pinochet; y al
resto del mundo, que, como de costumbre, bailaba al son de la melodía
transmitida desde el primer día por el KGB soviético: “Pinochet es un dictador
repudiado por su pueblo”.
Cabe
suponer que el chileno medio, nuestro uomo
qualunque, consideró que el desaire filipino había ofendido a toda la
nación y ello explica que el Presidente recibiera una acogida gigantesca y
espontánea de desagravio.
En consecuencia, el desaire filipino fue un
desastre diplomático y un éxito político. Si el Presidente Carter pensó en
algún momento que su presión sobre Marcos iba a ocasionar la caída de Pinochet,
se equivocó, como en tantas otras cosas durante su mandato, que por algo fue de
sólo un período.
Reconoce
el propio Gonzalo Vial: “Adquirió Pinochet, internamente, un aura de
‘perseguido por los yanquis’ que no podía sino favorecerlo, y que quedó a la
vista con la manifestación popular del 24 de marzo. Probablemente benefició
también al régimen en el plebiscito constitucional” (5).
El
proyecto constitucional siguió su marcha
Recapitulemos:
cuando la Comisión Ortúzar, creada en
1973, terminó su anteproyecto de nueva Constitución, en 1978, lo entregó al Consejo de Estado, presidido por el ex
mandatario Jorge Alessandri e integrado por altas personalidades, entre otras
el también ex Presidente Gabriel González Videla.
El
9 de julio el Presidente de la Junta recibió el proyecto de manos de
Alessandri. “Los documentos que me entregó
el Presidente del Consejo eran los siguientes”, dice Pinochet: “a.
Informe sobre la labor desarrollada por el Consejo. b. Versión comparada de los
textos despachados por la Comisión de Estudios y por el Consejo; c. Opiniones
disidentes del consejero Hernán Figueroa; y d. Informe de minoría de los
consejeros Carlos Francisco Cáceres y Pedro Ibáñez Ojeda, en el que se
establece su discrepancia con los capítulos y artículos relativos a la
generación del poder público y que comprende sus observaciones al proyecto de
mayoría, proposición alternativa y fundamentos de la misma” (6).
La
Junta introdujo a su turno modificaciones al proyecto. Algunas no fueron del
agrado del Presidente del Consejo de
Estado, el ex presidente Alessandri, en particular en lo referido a las
facultades excepcionales durante el período de transición, entre 1981 y 1989.
Por
ese motivo presentó silenciosamente su renuncia. La molestia de Alessandri fue
muy comentada, pero nunca dijo públicamente nada y, posteriormente, permitió
que se supiera que había votado “Sí” en el plebiscito de 1980.
Cuando
finalmente su amigo y partidario de la Junta, Eduardo Boetsch, quiso reunirlo
con Pinochet para un “abuenamiento” público, lo consiguió. En ese encuentro, el
único reparo al texto constitucional que manifestó don Jorge fue a la
integración y las atribuciones del Consejo de Seguridad Nacional, pero Pinochet
le respondió que no serían modificadas.
Debate constitucional
Después que la Comisión Ortúzar había entregado su
propuesta –sin un articulado— al Consejo
de Estado, se produjo en el país un activo debate, pues este último
organismo se abrió a que personas e instituciones le hicieran llegar
observaciones, opiniones y propuestas, sobre la base del anteproyecto de la
Comisión.
El
proyecto estuvo lejos de, como suelen decir ahora y repetir crónicamente cada
cierto tiempo, “ser aprobado entre cuatro paredes”. Probablemente fue el más
debatido de la historia de Chile.
Las
observaciones las plantearon el ex senador radical Humberto Enríquez Frödden,
el Grupo de los Ocho, que presidía el
ex senador liberal Hugo Zepeda Barrios, y la Corporación de Estudios Contemporáneos, del abogado Luis Valentín
Ferrada, partidario del Gobierno.
A
su turno, el embajador en Argentina, ex senador y ex presidente del Partido
Nacional, Sergio Onofre Jarpa, opinó en
contra del anteproyecto, pues estimó que con él se volvía al mismo sistema que
había hecho crisis en 1973, con sólo algunas modificaciones. En una entrevista
precisó sus opiniones y propuso la creación de cuerpos intermedios que tuvieran
un mayor papel cívico. Este distinguido político siempre conservó un sesgo corporativista.
El
ex senador del Partido Nacional, Francisco Bulnes Sanfuentes, criticó el
proyecto en cuanto al otorgamiento de “atribuciones excesivas” al Presidente de
la República y la extensión de ocho años del período presidencial.
El
también ex senador de ese partido, Pedro Ibáñez, miembro del Consejo de Estado, junto a otro
integrante de éste, el economista Carlos Cáceres, que después sería presidente
del Banco Central, ministro de Hacienda y ministro del Interior, expresaron un
voto de minoría conjunto manifestando su crítica al “fetichismo del sufragio
universal” que “ha relativizado los principios, hasta la libertad misma. La
generación democrática del poder permite que los demagogos escamoteen su soberanía
al pueblo”. Ello los llevó a postular que “no deben restablecerse las
elecciones como método para generar el poder”.
En
esta postura no estaban tan aislados, porque el propio presidente del Consejo de Estado, Jorge Alessandri,
confesó en una de sus conferencias que el sufragio universal no era de su
agrado, pero que en el contexto mundial vigente era inevitable establecerlo
como fuente de la autoridad.
El
ex senador Zepeda, en cambio, criticó el anteproyecto por “su imprecisión”,
afirmando que se dictaría una nueva Constitución a plazo diferido para regir en
una fecha que no se determinaba, sirviendo más bien para dar legalidad “al
actual régimen autocrático”.
El
DC Andrés Zaldívar opinaba que, más que discutir el texto constitucional, lo
que debería proponerse sería el cambio de régimen: “Los errores del Gobierno y
la seguridad de la oposición con la convergencia de la mayoría de los chilenos
–afirmaba— va a obligar al cambio, a un nuevo gobierno de transición en el que
participen las Fuerzas Armadas con un gran consenso nacional de fuerzas
políticas y sociales”.
El
ex Presidente Frei Montalva opinaba que debía mantenerse la Constitución de
1925, con algunas modificaciones que no especificaba.
En
fin, el ex diputado Nacional Juan Luis Ossa se pronunció a favor del
anteproyecto, “porque confirma el carácter fundamentalmente democrático de la
futura institucionalidad, expresado en una vasta gama de garantías
individuales, en el reconocimiento del sufragio universal como fuente de
representatividad y en la búsqueda de un adecuado equilibrio de los poderes del
Estado.
Al
final, el Consejo de Estado entregó a
la Junta, para que resolviera, el anteproyecto apoyado por la mayoría de sus
miembros y el voto de minoría de los consejeros Ibáñez y Cáceres (7).
Acto
opositor y postura eclesiástica
Pinochet refiere
que en una ocasión, cuando estaba por embarcarse a La Serena, fue informado de
una carta del ex Presidente de la República, don Eduardo Frei, al ministro del
Interior, solicitando autorización para realizar un acto público en el Teatro
Caupolicán y además disponer de una cadena nacional de radio y televisión, para
transmitir el acto a la ciudadanía.
“De
inmediato di la autorización solicitada. Mi respuesta fue que se diera permiso,
respetando eso sí los marcos del receso político durante la asamblea, pero no
era posible otorgar cadena de radio ni de televisión, aunque sí se podía
disponer individualmente de los medios de radio que contrataran” (8).
También
la Conferencia Episcopal de Chile, el 23 de agosto, emitió un largo comunicado
referido a la participación en el acto plebiscitario, pero no resultaba fácil
discernir si llamaba a votar “Sí” o “No”. Uno de los firmantes del comunicado,
monseñor José Manuel Santos, caracterizado crítico del Gobierno, expresó: “La
Iglesia no apoya a ningún grupo determinado ni está apoyando ni rechazando la
nueva Constitución, es más, estima que puede ser un buen punto de partida para
un consenso nacional. En principio es un elemento positivo” (9).
La
DC y los radicales llamaron a votar “No”. Socialistas y comunistas llamaron a
anular el voto, pero cuando se vio el resultado definitivo, sólo el 2,77 % de
los electores les hizo caso.
El
proyecto constitucional finalmente sorteó el último examen a que fue sometido
por los miembros de la Junta y sus equipos asesores y quedó en condiciones de
ser plebiscitado el 11 de septiembre de 1980.
Y
lo fue. En la oportunidad votaron 6.271.868 personas, el 67,04 % de las cuales
aprobó el texto y el 30,19 % lo rechazó. Se aprobó también la disposición que
designaba como Presidente de la República al general Augusto Pinochet Ugarte
por un período constitucional de ocho años a contar del 11 de marzo de 1981, en
que se iniciaría una transición regida por el articulado transitorio de la
Carta, llamada a expirar el 10 de marzo de 1989 o en igual fecha de 1990, según
cual fuera el resultado de un plebiscito presidencial a que debería convocarse
en 1988.
La
opinión de Jorge Alessandri
En carta a Jorge
Carrasco, autor de un libro biográfico sobre su persona, el ex Presidente Jorge
Alessandri escribió acerca del nuevo texto constitucional y de los anteriores,
tal vez irónicamente:
“Nosotros
estamos justamente orgullosos de nuestros ‘140 años’ de democracia, durante la
mitad de los cuales el Congreso ha sido designado por el Presidente de la
República mediante una farsa electoral. Los sagrados derechos del pueblo han
sido burlados por los partidos políticos cada vez que tuvieron la oportunidad.
Ellos fueron los autores del ‘Congreso Termal’ y trataron de hacer lo mismo con
el que lo precedió. Más aún, a través de leyes electorales ad hoc, el pueblo se
ha visto, de hecho, limitado a consagrar como sus representantes a aquellos que
los dirigentes de los partidos les imponen. Es por esto que yo insistí –y
obtuve-- una Constitución que, en vez de
dejar esto a una ley con el nombre que sea, estableció normas que impedirían
que continuara este abuso” (10).
El
“Congreso Termal” fue un acuerdo entre el Presidente de la República, general
Carlos Ibáñez (1927-1931) y los jefes de los partidos políticos, adoptado en
las Termas de Chillán, donde descansaba el Jefe del Estado, en el sentido de
que fueran designados parlamentarios las personas acordadas entre los jefes
políticos y él, asilándose en el tecnicismo legal de que cuando el número de
candidatos fuera igual al de vacantes no eran necesarias las elecciones. Ibáñez
y los partidos políticos se pusieron de acuerdo en los nombres, cuyo número no
excedía el de los cargos a elegir en cada caso, y así quedó constituido el
“Congreso Termal” sin necesidad de elecciones y respetando la Constitución.
Suelen culpar de él a Ibáñez, pero fueron todos los políticos sus coautores.
Miguel
Kast habla en el aniversario
El día antes del
plebiscito, el 10 de septiembre, se reunió la Junta de Gobierno en un acto al
que acudieron todas las principales autoridades del país y personalidades del
mundo civil, al cumplirse siete años de gobierno. En dicho acto el ministro
Director de la Oficina de Planificación Nacional, Miguel Kast Rist, dirigió la
palabra a un salón oficial colmado, en que formuló varias preguntas y
observaciones que calaron hondo en la audiencia:
“¿Cuándo
se gastó en programas sociales un porcentaje mayor del gasto fiscal que el que
se gasta ahora?
“¿Cuándo
el deporte y las posibilidades de esparcimiento habían tenido tanto auge en
nuestro país?
“Asimismo
¿cuándo antes se había iniciado un programa tan profundo de regionalización,
que otorga más autonomía y más dinero a las regiones y municipalidades?
“Y,
finalmente, ¿cuándo antes habíamos visto los chilenos que bajaran
simultáneamente la inflación y los impuestos, mientras subían el producto
nacional y los sueldos? (…)
“Pero
si hubo un progreso en múltiples aspectos, hay un campo donde el avance ha sido
y será el más importante.
“Es
el campo de la libertad. De la libertad de trabajo; de la libertad para elegir
los bienes de consumo; de la libertad de afiliación sindical; de la libre
elección en salud y vivienda, y en un futuro próximo, de la libre elección en
la previsión, en la educación” (11).
Nadie
pudo decir que alguna de las afirmaciones de Kast no fuera verdad.
Triunfo
electoral categórico
La campaña
internacional contra el plebiscito fue intensa, pero en el hecho Pinochet hacía
lo que debía hacer quien buscaba resultar favorecido por una votación: se
reunía con la gente, le hablaba y casi no dejaba lugar del país sin visitar
personalmente.
Para
eliminar el temor a la violencia extremista –de la cual la prensa internacional
daba poca cuenta, pero que constituía una amenaza en Chile-- para la votación se declaró el Estado de
Emergencia en todas las zonas del país y cada una quedó a cargo de un Jefe de
Zona uniformado.
Esto
último ocurrió tal como sucede hasta hoy (2018), en plena democracia, en cada
elección.
La
gente pudo votar con su cédula de identidad y los extranjeros con su carnet de
extranjería. Cada cédula sufrió, tras el voto, un corte en una esquina, para
evitar el doble sufragio. El Registro Civil fue, ese día, también Registro Electoral.
Finalmente,
en el plebiscito constitucional y presidencial se registró una votación de
6.271.868 personas, que representaron el 56 % del total de la población de
Chile en 1980, que era de 11.190.000 personas.
A
las últimas elecciones celebradas en Chile en 2017 concurrieron a votar
6.956.121 personas, representativas del 40 % de la población del país en esa
fecha, de aproximadamente 17.373.000 habitantes, de acuerdo con el censo
vigente. Pero es verdad que en el plebiscito de 1980 el voto era obligatorio (a
diferencia de la Consulta Nacional de 1978) y en 2017 era voluntario.
El
mismo historiador Vial reconoce: “Es probable, por las condiciones de
celebración del plebiscito, que hubiera algún fraude, fruto del
sobre-entusiasmo pinochetista. Y que en otras circunstancias, menos duras para
los opositores, el ‘No’ hubiese salido mejor parado. Mas la holgada y libre
victoria del ‘Sí’, como verdad general, sólo podía negarse por obcecación”
(12).
En
la masiva celebración del triunfo ese 11 de septiembre de 1980 Pinochet
prometió para el final de sus ocho años de gobierno, recién ratificados por el
pueblo, un millón de nuevos empleos, novecientas mil viviendas, un automóvil
para cada siete chilenos y un teléfono cada cinco.
Los
mejores resultados del “Sí” fueron obtenidos en la Araucanía, donde entonces no
había visos de “conflicto mapuche”; en el Maule y Los Lagos. Los mejores para
el “No” se registraron en Magallanes (37 %) y la Región Metropolitana (36 %).
En
varones el “Sí” triunfó con 62,5 % versus 34,82 %. En mujeres el triunfo fue de
71,48 % versus 25,72 %. Es sabido que en Chile la mujer tiene más sentido conservador
que el hombre. Por eso en los años ’40 del siglo pasado hubo de dictarse una
ley que las autorizara a ellas para cobrar la asignación familiar de los
maridos, porque había así menos riesgo de que ese dinero familiar fuera
malgastado… o “bebido”.
Optimismo
comunista
Pero el Secretario
General comunista, residente en Moscú, transmitía en las ondas internacionales
de la radio moscovita un optimismo muy característico del partido rojo,
completamente a prueba de resultados electorales. Hablaba de “desarrollar el
movimiento de masas, aislar a la dictadura, aunar fuerzas, abrir perspectivas
de victoria”.
Al
ejemplarizar la solución de la violencia revolucionaria para Chile, Corvalán
subrayó: “Así ocurrió en Cuba frente a la dictadura de Batista; ocurrió en
Nicaragua ante la tiranía de Somoza. Como van las cosas, así ocurrirá en Chile
frente al régimen fascista de Pinochet’” (13).
En
1980 el Partido Comunista se decidió definitivamente por lo que su Secretario
General, Luis Corvalán, llamó “la violencia aguda”. Ya en 1975, en Moscú,
Gladys Marín, Orlando Millas y Volodia Teitelboim habían acordado que jóvenes
comunistas chilenos fueran a entrenarse a Cuba en la lucha armada. En sus
memorias Millas posteriormente había mostrado cierto arrepentimiento de esa
decisión, porque muchos de esos jóvenes cayeron en la lucha armada en Chile en
los años ’80. Pero fue en 1980 que se dio el paso inicial y concreto decisivo.
El
discurso de Corvalán sobre la “violencia aguda” fue pronunciado en septiembre y
ya en noviembre se organizaba el Comando
Patriótico Manuel Rodríguez, tomando el nombre del astuto guerrillero de la
Independencia. El mismo Comando que
tres años más tarde, ya iniciadas las “protestas” y la “movilización social”
(que eran los “biombos” civiles tras los cuales se iba a disimular la guerrilla
armada) pasaría a denominarse Frente
Patriótico Manuel Rodríguez, el mayor responsable del terrorismo y la
violencia en Chile en los ’80. Un estudioso del armamentismo comunista dice:
“Durante
todo ese año 1980 las llamadas ‘Milicias Populares de la Resistencia’ –tal vez
otra denominación del Comando Manuel Rodríguez— habían perpetrado una serie de
asaltos, lanzamiento de bombas explosivas e incendiarias, quema de vehículos,
etc. Aparentemente se trataba del proceso de preparación para la futura
‘respuesta armada’” (14).
El
exilio de Zaldívar
Me
correspondió verme envuelto en el otro caso de exilio, aparte de los de Renán
Fuentealba en 1974, Eugenio Velasco Letelier y Jaime Castillo Velasco en 1976,
que tuvo lugar bajo el Gobierno Militar, régimen que, como antes se observó, no
tuvo una “política de exilio”, contra lo que se publica habitualmente; y no lo
practicó, salvo en esos tres casos aislados y en el del presidente del PDC,
Andrés Zaldívar, al que paso a referirme.
A
diferencia del abandono voluntario del país por parte del ex ministro de Frei
Montalva, Bernardo Leighton, que desarrolló en Roma actividades contra el
gobierno de la Junta que le valieron la prohibición de reingresar al país, amén
de un atentado injustificable, que hemos visto en el capítulo II, en el caso de
Zaldívar hubo una prohibición de reingreso cuando él quiso volver tras una gira
al exterior en 1980.
Zaldívar
era un crítico particularmente virulento y prolífico (emitía muy frecuentemente
sus lapidarios dichos) del Gobierno Militar. Hizo también ácidos comentarios en
la prensa extranjera, en particular en un diario mexicano. Seguramente todo
ello contribuyó a lo que le sucedió: fue considerado “responsable de actos que
constituyen delitos contra la seguridad interior” (octubre de 1980).
En
sus memorias políticas el entonces ministro del Interior Sergio Fernández comenta
los dichos de Zaldívar a la prensa mexicana:
“Estas
declaraciones no sólo desconocían la legitimidad del régimen y de su camino
constitucional, sino que tocaban un punto sensibilísimo en las instituciones
castrenses: el ‘aparecimiento de militares con vocación democrática’ no podía
sino ser entendido como una alusión –y una invitación— al quiebre
institucional, a la subversión de la disciplina militar, a la insubordinación
al mando superior y, consecuencialmente, al enfrentamiento armado. Atentaba contra
la Ley de Seguridad del Estado. El fantasma del quiebre de las Fuerzas Armadas,
tan angustioso en los días finales de la Unidad Popular, era invocado por un
líder político de primera fila.
“Por
bastante menos que eso el gobierno del presidente Frei había ordenado la
detención de toda la directiva del Partido Nacional el 31 de agosto de 1967”
(15).
Con
Andrés éramos amigos desde la adolescencia y habíamos sido compañeros de curso
en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Se encontraba en Europa,
en 1980, cuando le fue prohibido el reingreso. Yo era director del vespertino La Segunda y recibí un llamado suyo en
que me preguntó la razón de la medida, que yo, al igual que él, desconocía.
Por
consiguiente, le pedí una audiencia al ministro del Interior, Sergio Fernández,
y le pregunté por qué se había vedado el regreso a Zaldívar. El ministro llamó
a su subsecretario, el abogado Francisco José Folch, y éste nos llevó un
documento, que me dijeron era reservado y provenía de la diplomacia chilena en
Europa, en el cual se daba cuenta de una reunión a la cual había asistido
Andrés Zaldívar, dedicada a planificar el derrocamiento por las armas del
Gobierno Militar.
Días
después el Gobierno dijo a la prensa que si Andrés Zaldívar emitía una
declaración expresando su acatamiento a la Constitución se le permitiría el
reingreso al país.
En
otro llamado de Andrés le expresé lo anterior y me preguntó qué documento se le
exigía firmar. Yo le aconsejé que declarara respetar la Constitución y lo
pusiera por escrito bajo su firma, pero en esos mismos días su señora madre
presidió una gran manifestación de apoyo a su hijo y en ella se mostró
públicamente orgullosa de que él se negara a firmar ningún documento exigido
por el Gobierno. En esas circunstancias, ahí quedó, entonces, a firme su no
retorno.
Pero
no transcurrió mucho tiempo y Pinochet finalmente levantó la prohibición, no
sin que antes se multiplicara el renombre internacional de Zaldívar y éste
fuera honrado con la designación de Presidente de la Democracia Cristiana
Internacional.
Pinochet
calificó sus actuaciones como “actos que constituyen delitos contra la
seguridad interior del Estado y por lo cual el Gobierno prohibió su reingreso
al país cuando se encontraba en España. Dos días después el presidente del
disuelto partido DC expresaba un desmentido para pedir se modificara la
decisión adoptada de no dejarlo entrar a Chile, prohibición que posteriormente
se levantó” (16).
En
el balance final su figura resultó beneficiada y la imagen internacional del
régimen perjudicada, si ya no hubiera sido llevada antes, desde el mismo 11 de
septiembre de 1973, a sus niveles máximos de desprestigio por la campaña del Departamento de Desinformatsiya del KGB.
Reactivación
del MIR
El Gobierno había
pacificado el país, pero el terrorismo se nutría desde el exterior y el apoyo
cubano en particular y del área socialista en general era evidente. En mayo de
1980 el MIR atacaba tres sucursales bancarias y atentaba contra “La Llama de la
Libertad” de la Plaza Bulnes, conmemorativa del 11 de septiembre, dando muerte
al carabinero que la custodiaba. Otro mártir a quien casi nadie recuerda hoy.
Es muy difícil encontrar el nombre de este mártir. Lo doy para que se honre su
memoria: Heriberto Novoa. Su muerte fue simbólica. Custodiaba la Llama de la
Libertad. La izquierda marxista no lo pudo soportar y lo asesinó a mansalva.
En
junio el MIR atacaba bancos y cuarteles policiales. Es que estaba en curso la
llamada “Operación Retorno”: con amplia ayuda y financiamiento foráneos
regresaban al país guerrilleros que habían logrado su libertad al conmutarse
sus penas de presidio por extrañamiento y habían sido acogidos por otros
países.
Pudieron
haber sido uno o más de ellos quienes el 15 de julio acribillaron con balas de
rifles soviéticos AKA el automóvil del subdirector de la Dirección de
Inteligencia del Ejército (DINE), coronel Roger Vergara, dejando malherido a su
chofer. El primero recibió medio centenar de impactos.
Esto
debilita a la CNI, que es acusada de ineficacia en comparación con la DINA. El
Gobierno entonces reemplaza al general (r) Odlanier Mena por el general,
también de Ejército, Humberto Gordon Rubio, lo que el historiador Gonzalo Vial
interpreta como un paso en que “la seguridad de los derechos humanos que él
personalmente significaba –y a la cual tanta importancia dieran Fernández y el
equipo civil-- desaparecía” (17).
El
extremismo marxista logró que todos hablaran su idioma: podía seguir asesinando
a sangre fría, pues lo único importante era que se respetaran “sus” derechos
humanos. Los de los uniformados caídos y las víctimas inocentes no importaban.
De hecho, fue por eso que después de 1990 se fundó, con fondos públicos, el Museo de la Memoria, pero sólo de la
memoria marxista y en recuerdo de sus víctimas. Ha sido como si Adolfo Hitler
hubiera fundado un Museo de la Memoria para denunciar ante el mundo las
atrocidades de los bombardeos aliados de Dresden y Hamburgo, las muertes de
mujeres y niños por miles, calcinados por las bombas de fósforo, y no hubiera
hecho alusión alguna en él a lo que el nazismo hizo durante la guerra que el
mismo provocó. En Chile sucedió igual: el marxismo declaró la guerra a la
democracia, se armó y atacó, atropelló los derechos humanos al hacerlo y, cuando
resultó derrotado, se declaró “víctima de violaciones a los derechos humanos”,
“agredido” y culpó de todo a los militares, levantando como gran monumento
acusatorio un Museo de la Memoria,
pero de su memoria acomodada a su conveniencia propagandística… y financiada
por lo demás.
Incluso
Vial no puede menos de reconocer: “… sólo los subversivos conocen cuándo, dónde
y cuál blanco atacarán. Las posibilidades son infinitas y, luego,
incontrolables. Si los gobernantes se dejan llevar por la ira, y presionan
sobre las policías para que prescindan de los derechos humanos al liquidar el
terror, comienza un círculo interminable y vicioso de golpes y contragolpes
ilícitos. Panorama que no desagrada a quienes lo han iniciado, pues los
equipara moralmente con el enemigo, la policía; o les sirve de justificación y
propaganda, y confirma y extiende el clima de peligro e inseguridad que
persiguen crear mediante sus actos” (18).
Queda
claro de ello que el verdadero responsable era el agresor, el extremismo, y no
el gobierno anualmente acusado ante la Asamblea de las Naciones Unidas de
reprimirlo.
“Comando
de Vengadores de Mártires”
Otro
servicio que resulta cuestionado, pero por el motivo opuesto, es decir, por abuso
de atribuciones, es la Dirección General de Investigaciones, al mando del
general Eduardo Baeza Michelsen.
La
aparente impunidad de los subversivos desata actuaciones de emergencia de los
servicios de seguridad. El general Gordon crea un Comité Antisubversivo (CAS),
con elementos de Investigaciones, Carabineros y la CNI.
“Algo
hay que hacer”, parece ser el predicamento. La Operación Retorno ha traído de vuelta al país a centenares de
miristas reingresados clandestinamente y amparados en la amnitía de 1978. El
comunismo ha formado guerrilleros en Cuba y están siendo instruidos para venir
a matar militares, pero también civiles. La sensación comienza a ser que cuando
la DINA tenía manos libres el país estaba más tranquilo. De ahí a que se
desaten actuaciones policiales al margen de la ley hay sólo un paso. Y se dio.
La
prensa recibió un panfleto de un Comando
de Vengadores de Mártires que anunciaba su entrada en operaciones “ante la
incapacidad de las fuerzas de seguridad y de la policía”.
Entonces
comenzaron a registrarse detenciones ilegales cuyo origen el Gobierno ignoraba.
La ponencia de los opositores y que después sostuvo el Informe Rettig (encargado por ellos) era que la doctrina oficial
del Gobierno Militar contemplaba “el atropello sistemático de los derechos
humanos”, pero eso es una falacia histórica, reiteradamente desvirtuada más
arriba.
Y
justamente porque es una falacia histórica, fueron las autoridades las que
primero reaccionaron cuando comenzaron a
ser detenidos hombres y mujeres, estudiantes universitarios y trabajadores
aparentemente relacionados con el MIR, para ser sometidos a interrogatorios y
sufrir apremios ilegítimos, como golpes y electricidad.
Produjo alarma pública la desaparición de dos
estudiantes de la Universidad Católica, Eduardo Jara y Cecilia Alzamora, en la
comuna de Providencia, bajados de un taxi colectivo y subidos a una camioneta
por personas que dijeron pertenecer a la CNI, pero la CNI decía no saber nada
de ellos.
Días
después aparecieron en un sitio eriazo de La Reina. Conducidos a la Posta de
Ñuñoa, Jara falleció allí de un paro cardíaco. Tenía evidencias de golpes y
tortura eléctrica en sus genitales. La noticia –como todo lo que denigrara al
Gobierno Militar— se registró con grandes caracteres en la prensa nacional y
mundial.
El
11 de agosto, los ministros Sergio Fernández, de Interior, y César Benavides,
de Defensa, comunicaron al país que en la muerte de Jara estaban implicados
agentes de la Policía de Investigaciones. La justicia nombró un ministro en
visita para investigar el caso y ocho detectives fueron detenidos.
Nunca
antes en Chile, donde bajo todos los gobiernos se practicaba generalizadamente
la tortura en interrogatorios a quienes conspiraban para derrocar al régimen
por las armas (en particular bajo los gobiernos de Frei Montalva y Allende) se
había logrado condenas por torturas. Fue casi una ironía que precisamente ella
fuera castigada por primera vez bajo el Gobierno Militar, el más acusado de
practicarla y el que debía enfrentar el mayor desafío terrorista armado, entre
todos los de la historia.
Un
ex funcionario de Investigaciones, que había huido a Argentina, delató a sus
camaradas del Servicio a través de la Vicaría de la Solidaridad y ello
determinó que se inculpara a Investigaciones. Ello precipitó la renuncia del
general Ernesto Baeza Michelsen, su director, que no tenía responsabilidad
personal en los hechos, salvo la siempre difusa “del mando”.
Pero
el MIR continuó atentando y asaltando y
“se dio el lujo de ‘reasaltar’ las mismas sucursales bancarias que había
atracado en abril” (19).
Por
cierto, tuvo mucho más eco nacional e internacional la muerte del estudiante
Jara, del MIR, a manos del Comando de
Vengadores de Mártires, que el asesinato, quince días antes, del coronel Roger
Vergara o, dos meses antes, del carabinero Heriberto Novoa, por parte del MIR .
Se
desata la violencia comunista
Desesperanzado
ante el éxito económico y el apoyo popular exhibido por el régimen, desde Moscú
el Secretario General del Partido Comunista, Luis Corvalán, declaró que se
debía “emplear contra el régimen militar todos los medios a su alcance, todas
las formas de combate, incluso la violencia aguda”. Aprovechó para hablar el
décimo aniversario del triunfo electoral de Allende.
Después
de él habló un sujeto con uniforme verde-oliva, ex estudiante de Química del
Pedagógico, entrenado en Cuba y que sería después combatiente en Nicaragua y El
Salvador, Galvarino Apablaza (20). Hasta hoy (2018) es refugiado en Argentina,
inmune a los pedidos de extradición por su coautoría en el asesinato del
senador Jaime Guzmán.
Fue
jefe máximo de la asociación ilícita terrorista del Partido Comunista, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Pronósticos
optimistas
El ministro del
Trabajo, José Piñera, declara a la revista Qué
Pasa del 27 de diciembre de 1980 que el propósito del Gobierno es “hacer
una verdadera revolución libertaria”.
Ya
antes, en mayo, el ministro de Hacienda, Sergio de Castro, en su Exposición
Sobre el Estado de la Hacienda Pública, había expresado:
“La
economía crece en forma tal que en 11 años se podrá duplicar el ingreso per
cápita, en circunstancias de que en el pasado esto se lograba sólo después de
46 años de espera. Nuestra tasa de inflación se acerca a la mundial, insinuando
la futura estabilidad de precios; la balanza de pagos, culpable tradicional de
innumerables crisis, muestra continuo superávit, con una gran acumulación de
reservas internacionales y un mejoramiento de la imagen externa, que le han
dado al país una independencia económica y política que nunca pudo tener en el
pasado” (21).
Ya
un mes antes, en la revista Ercilla del
16 de abril de 1980, el ex ministro Pablo Baraona afirmaba: “No es optimismo
pensar en una tasa de crecimiento de 10 por ciento y en una inversión superior
al 20 por ciento del producto.”
El
principal diario chileno, El Mercurio,
en su edición del 18 de agosto de 1980 informaba sobre una reunión del ministro
Piñera ante tres mil dirigentes sindicales, en cuyo curso aseguró: “En 1990
Chile será un país desarrollado”.
La
transformación de la economía chilena en una fundada en la iniciativa de las
personas, más que en el gran tamaño del Estado, y se manifestó también en que,
entre 1973 y 1980, las más de 400 empresas que el Gobierno Militar había
recibido socializadas (es decir,
estatizadas, intervenidas o incautadas) se habían reducido a 45 (22).
Una
advertencia elocuente
Al
poco tiempo de entrar en vigencia la Constitución de 1980, Pinochet tiene una
experiencia que lo impresiona: recibe la visita de altos ejecutivos de la gran
multinacional Exxon, que pocos años antes había comprado la mina de cobre La Disputada de Las Condes.
Los
norteamericanos, en tono amistoso y reiterándole su buena disposición hacia el
Gobierno Militar, le dicen francamente que la nueva Constitución cierra las
posibilidades de nuevas inversiones en la minería chilena.
Es
que el Comité Asesor, compuesto por
uniformados y con bastante sesgo estatista, había obtenido un “triunfo” en el
debate constitucional, al conseguir hacer prevalecer el “dominio absoluto,
exclusivo, inalienable e imprescriptible” del Estado, sobre todos los
yacimientos mineros. Esto había derivado del pasado socialista (1971) cuando se
aprobó una reforma constitucional que hacía posible la confiscación por el
Gobierno de la Gran Minería.
Los
ejecutivos norteamericanos veían que si la propiedad de las minas iba a ser del
Estado, no había seguridad para las grandes inversiones privadas futuras que
requeriría esa actividad.
Al
mismo tiempo, al consagrarse esa propiedad estatal sobre las minas se alejaba
la posibilidad de ingreso del capital privado a Codelco. ¿Quién se arriesgaría
a invertir en algo ajeno o, al menos, muy expropiable? En el fondo había sido
un triunfo de Codelco y del Comité Asesor
en el debate constitucional.
Pinochet,
con su intuición característica, comprendió que la concesión que había debido
hacer en la Constitución a algunos de sus oficiales de más confianza conspiraba
contra el desarrollo minero de Chile.
No
resultó extraño, entonces, que nombrara como ministro de Minería a José Piñera,
que había dejado el Ministerio del Trabajo tras conseguir la aprobación del
Plan Laboral y la Reforma Previsional, además de haber incorporado al debate
público “las siete modernizaciones”.
Piñera
quería ser ministro de Educación, pero Pinochet lo designó en Minería
precisamente impresionado por lo que le habían dicho los personeros de Exxon. Comprendió
que sólo una persona como él podía lograr una solución que restableciera la
confianza de los inversionistas.
Odebrecht
en Chile
En
1980 y para la licitación de la obra de desviación del río Maule, con el fin de
ejecutar la Central eléctrica Colbún-Machicura,
de 400 MW, el directorio de Endesa abrió un registro especial para inscribir
empresas de alta calificación interesadas en participar en la licitación.
Un
director de Endesa en esa época, el ingeniero Augusto Bruna, relata lo
acontecido, que cobra actualidad ante las denuncias contra Odebrecht en
diferentes países:
“En
septiembre de 1980 tuvo lugar la visita oficial del Presidente de Brasil,
general Joao Baptista de Oliveira Figueiredo. Entre los participantes en la
licitación internacional de Colbún figuraba, en un lugar preeminente, la
empresa Odebrecht. En un almuerzo de homenaje al visitante en la Viña
Undurraga, un testigo pudo apreciar el lobby de que eran objeto varios
ministros del gobierno militar.
“Algunas
semanas más tarde, se abrieron las ofertas de las empresas licitantes y el
directorio de Endesa fue convocado para conocer oficialmente el contenido de
las mismas. Integraban dicho directorio dos competentes profesionales, asesores
del ministro de Hacienda. Luego de entregarse los antecedentes pertinentes, el
gerente general manifestó que ‘por instrucciones del general Pinochet, debía
asignarse la propuesta a la Empresa Norberto Odebrecht’.
“Ante
esta situación, los asesores ministeriales plantearon sus reservas y pidieron
que la decisión se postergara, puesto que no sería conveniente para el país
asignar en un solo bloque una obra de magnitud excepcional. A ello se agregaba
la potencial vulnerabilidad en caso de una discrepancia importante durante el
desarrollo de la obra. (…)
“Tras
un debate que concluyó sin acuerdo, la decisión se postergó para una futura
sesión del directorio. Los asesores procedieron a informar de inmediato al
ministro de Hacienda, Sergio de Castro, quien se trasladó al Palacio
Presidencial de Cerro Castillo, para exponer su profunda inquietud al
Presidente, quien, sin estar al tanto de la situación, pudo apreciar en breve
los aspectos negativos de la opción brasileña y dispuso que se buscara una
solución.
“Así
fue que la obra se repartió entre tres grandes consorcios, que incluían
destacadas empresas francesas, estadounidenses y chilenas. Y, en un plazo de
cuatro años y medio, estaba concluida exitosamente. (…)
“Queda
claro con este episodio que Odebrecht trató, pero no tuvo éxito en sus políticas
espurias en este rincón de América, pobre entonces, pero honrado siempre” (23).
Privatismo
versus estatismo
Ya en el
ministerio de Minería, José Piñera debe entenderse con el general Gastón Frez,
presidente de Codelco, triunfador en el debate constitucional sobre el estatuto
que regirá a la minería y defensor de la integridad de una Codelco estatal. Pero
el problema radica en que la Constitución de 1980 mantuvo la reforma
constitucional de 1971 impulsada por Allende para consumar la nacionalización
del cobre: el subsuelo minero era de “dominio absoluto, exclusivo, inalienable
e imprescriptible” del Estado, muy distinto del “derecho eminente” sobre las
minas que tenía en la Constitución de 1925 y que no le confería al Estado los
atributos del dominio.
En
algún momento, como antes señalamos, Pinochet comprendió que no convenía
conservar esa norma, consagrada bajo el régimen marxista y defendida por sus
asesores militares. Pero seguramente le pareció menos “popular” reemplazarla en
vísperas del plebiscito y malquistarse con sus camaradas y una parte
probablemente mayoritaria de la opinión pública, a la cual se le presentaba la
minería como si fuera “de todos los
chilenos”, y la dejó como estaba.
Piñera
maniobra con habilidad para asegurar al general Frez que su plan para
fortalecer la seguridad jurídica de las inversiones particulares en la minería
no afectaría a Codelco. Y trabaja con Hernán Büchi y el abogado Arturo Marín
para diseñar un nuevo estatuto para la propiedad privada minera, en términos de
que resulte fortalecida en la Carta Fundamental.
En
el futuro, su Ley de Concesiones Mineras,
creadora de un derecho real tan fuerte como el dominio mismo, será la tercera
gran contribución histórica de este ministro a la Revolución Militar, además de
la Reforma Previsional y la Reforma Laboral. Todas ellas serán pilares básicos
de la transformación de la economía chilena, de ser una intervenida,
ultrarregulada y muy estatizada, a otra libre, dinámica y justificatoria de que
en el resto del mundo comenzara a hablarse del milagro chileno, pues el conjunto de las modernizaciones situó al
país a la vanguardia del crecimiento en América Latina.
Con
la nueva ley, el concesionario sólo podría perder su derecho si el Estado lo
expropiara y en tal caso la indemnización equivaldría al valor presente de la mina, es decir, al valor actualizado de todos
sus flujos financieros futuros durante el resto del plazo de la concesión. En
otras palabras, contenía un claro incentivo a no expropiar, que era lo que se
necesitaba para que afluyera la inversión. Y de hecho ésta empezó a afluir a la
minería en montos sin precedentes.
Un
éxito en el frente externo
Una de las peores
pesadillas que debía afrontar la Junta en 1980, aparte de la campaña incesante
de la izquierda mundial azuzada y financiada desde Moscú, era una derivación
anual de ese predominio soviético, la votación en contra de Chile en Naciones
Unidas bajo la acusación de que en el país “se violaban los derechos humanos”.
Las
votaciones se habían renovado sucesiva y anualmente en los ’70, aunque el país
hubiera estado completamente pacificado, como tantas veces se ha documentado
más arriba, probando que las víctimas de enfrentamientos llegaron a un mínimo en
todo un año. Al mismo tiempo, el bienestar de la población crecía, pues el PIB
aumentaba a tasas sin precedentes, la inflación cedía y lo mismo hacía el
desempleo. En pocas ciudades del mundo la vida y la integridad física eran más seguras
que en las chilenas, porque había tolerancia
cero para la delincuencia y el terrorismo. Y, sin embargo, la votación anual
de la ONU nos presentaba como si en Chile se viviera bajo la amenaza y el
temor.
La
exitosa gestión del canciller Cubillos logró desactivar ese estado de cosas y
en 1980 el grupo Allana, que acosaba
a Chile, cambia de giro, se hace amplio –como siempre debió haberlo sido-- velando por todos los perseguidos políticos
del mundo, en lugar de estar dedicado casi exclusivamente a los chilenos. Todo
esto mejorado más todavía porque el nuevo relator especial, el jurista
costarricense Fernando Volio, resultaba claramente más imparcial que su
antecesor paquistaní que le dio el nombre a la comisión.
Pero
el 24 de julio de 1980 fue reemplazado el director de la CNI, general (r)
Odlanier Mena, todo un garante del respeto a los derechos de las personas (no
obstante lo cual terminó injustamente procesado por la justicia de izquierda,
treinta años después). En 1980 sucedió a Mena el general (r) Humberto Gordon.
Víctimas
del extremismo marxista
Los
que fueron adversarios del Gobierno Militar conmemoran año a año a los caídos
en la lucha armada contra éste –que originariamente lo era contra la que
llamaban democracia burguesa-- todo en medio de acusaciones por supuestos
“atropellos a los derechos humanos” de los violentistas. Pero los muertos a
manos de éstos, es decir, a manos de los grupos armados extremistas, no suelen
ser recordados.
Fue
el caso ya antes referido del cabo de Carabineros Heriberto Novoa, quien
custodiaba la Llama de la Libertad y murió, como más arriba dijimos, asesinado
por los extremistas de izquierda. Simbólico.
El
15 de julio de 1980 un comando de extrema izquierda asesinó en la calle Manuel
Montt de Santiago, con más de medio centenar de impactos de balas, como
taambién más arriba se consignó, al teniente coronel Roger Vergara Campos,
director de la Escuela de Inteligencia del Ejército. Por cierto, no figura en
los listados de “atropellos a los derechos humanos” que crónicamente publica la
izquierda marxista.
Además,
el penúltimo día de 1980 el MIR perpetró tres asaltos a entidades bancarias, en
los cuales resultaron muertos dos carabineros y un guardia particular. Sus
nombres tampoco son siquiera recordados, por contraste con los de los caídos
entre quienes promovieron la lucha armada, esculpidos en piedra en el Museo de la Memoria Marxista y homenajeados
hasta en fechas que pretenden la categoría de efemérides, como el Día del Combatiente, el 29 de marzo, aniversario
de cuando dos extremista agredieron a balazos a carabineros que posteriormente
les dieron muerte. La fecha año a año es ocasión de destrozos y violencia impunes
en Santiago.
Calma
en el frente diplomático
Tras difíciles
gestiones diplomáticas y conversaciones dirigidas por el cardenal Antonio
Samoré, que fallece durante el proceso, se logra, al terminar el año, la
mediación del Papa Juan Pablo II en el diferendo con Argentina, que había
tenido a los dos países en pie de guerra dos años antes.
La
delegación chilena en Roma, compuesta por el general Enrique Valdés Puga, los
abogados Julio Philippi y Francisco Orrego, y los diplomáticos Enrique
Bernstein, Javier Illanes y Santiago Benadava, ha logrado el consentimiento del
pontífice, pero falta la aquiescencia de Argentina, que en lugar de darla
cierra sorpresivamente todos los pasos fronterizos con Chile. ¿La razón? Dos
oficiales argentinos, el mayor Paulo Barileau y el teniente primero Óscar
Santos han sido detenidos en Los Andes por espionaje.
Las
protestas diplomáticas van y vienen, interviene el Papa, las personas acusadas
son liberadas y las fronteras reabiertas.
El
diferendo se mantiene en statu quo en
el año siguiente, pero en medio de continuas provocaciones argentinas.
Entretanto,
en un gesto conciliador, el Nuncio Apostólico, monseñor Ángelo Sodano, y el
cardenal Silva Henríquez, seguramente más por voluntad del primero que del
segundo, visitaron al Presidente Pinochet para convidarlo a la ceremonia final
del Congreso Eucarístico celebrado en Santiago, a la cual acudió.
Balance
económico anual
El crecimiento del
PIB en 1980 fue más que satisfactorio y siempre excepcionalmente alto para los
cánones de la economía chilena: 7,9 %.
Al
mismo tiempo, la Tasa de Inversión en Capital Fijo subió a 17,4 % del PIB y el
desempleo bajó ese año de 13,6% a 10,4 %.
Nuevamente
en 1980 se generó un superávit fiscal significativo: 3,6 % del PIB. Ese éxito
era muy necesario para el Gobierno en pleno año plebiscitario, cuando se iba a
someter a votación la nueva Constitución y un mandato de ocho años para el
Presidente Pinochet.
Las
cosas iban mejorando paulatinamente para todos. La inflación también bajó: el
IPC anual varió en 31,2 %, bastante menos que el 38,9% del año anterior, pero
todavía sobre el 30,3% de 1978. Ése parecía ser el indicador más rebelde, junto
con el saldo de la Balanza Comercial, que siguió negativo, como lo había sido
desde 1977, y ésta vez llegó a 763,7 millones de dólares, más de cien millones
de dólares menor al del año anterior.
El
déficit de la Cuenta Corriente aumentó a 1.970,6 millones de dólares y la Deuda
Externa saltó a 11.084 millones de dólares, un fuerte aumento. La Cuenta de
Capitales tuvo un superávit importante: 1.920,9 millones de dólares.
El
saldo positivo de la Balanza de Pagos volvió a aumentar y llegó a 1.244
millones de dólares (24).
Las
Reservas Internacionales Brutas del Banco Central aumentaron a 4.073 millones
700 mil dólares, con un incremento de 1.759 millones 900 mil dólares respecto
al año anterior (25).
REFERENCIAS
DEL CAPÍTULO VIII:
(1) Whelan, James: “Desde las…”, op.
cit., p. 855.
(2) Vial, Gonzalo: “Pinochet…”, t. II, p.
367.
(3) Ibíd., t. II, p. 401.
(4) Ibíd., t. II, p. 403.
(5) Ibíd., t. II, p. 404.
(6) Pinochet, Augusto: “Camino…”, op. cit.,
t. II, p. 251.
(7) Cuevas, Gustavo: “Pinochet:
Balance…”, op. cit., p.104.
(8) Pinochet, Augusto: “Camino…”, op.
cit., t. II, p.
(9) Ibíd., t. II., p. 261.
(10) Whelan, James: “Desde las Cenizas”,
op. cit., p. 746.
(11) Pinochet, Augusto: “Camino…”, op.
cit., t. II, ps. 269-70.
(12) Vial, Gonzalo: “Pinochet…”, op.
cit., t.II, p. 423.
(13) Pinochet, Augusto, “Camino…”, op.
cit., t. II, p. 265.
(14) Domic, Juraj: “Política Militar…”,
op. cit., p. 85.
(15) Fernández, Sergio: “Mi Lucha por la
Democracia”, op. cit., p.166.
(16) Pinochet, Augusto: “Camino…”, op.
cit., t. II, p. 277.
(17) Vial, Gonzalo: “Pinochet…”, op.
cit., t. II, p. 407.
(18) Ibíd., p. 408.
(19) Ibíd., p. 409.
(20) Ibíd., p. 481.
(21) Ídem.
(22) Ibíd., p. 454.
(23) Bruna, Augusto: “Odebrecht en
Chile”, “El Mercurio”, Santiago, 20 de
abril de 2017, p. A2.
(24) Banco Central de Chile, Dirección de
Estudios: “Indicadores Económicos y Sociales 1960-1985”, Santiago, 1986; e
“Indicadores Económicos y Sociales 1960-2000”, Santiago, 2001.
(25) Díaz, José; Lüders, Rolf y Wagner,
Gert: “La República en Cifras”, op. cit. p. 514.
(CONTINUARÁ MAÑANA)
Aporte a su extraordinario trabajo: el Auditor de la Armada "Sergio Duvauchelle" se llamaba Mario Duvauchelle Rodríguez, Capitán de Navío de Justicia.
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