Como todo el mundo sabe o debiera saber, el mayor atentado a la libertad de expresión perpetrado este año en Chile fue la supresión, por orden expresa del Presidente de la República a su ministra de las Culturas, de una muestra del Museo Histórico, referida al ejercicio de la libertad en Chile, por el hecho de exhibirse en ella la efigie del ex Presidente Augusto Pinochet y una frase suya alusiva a la derrota del marxismo en el país.
El Gobierno se puso así al nivel del coraje político del Café Torres de la Alameda, que en un panel con los nombres de los Presidentes de Chile ha debido omitir el de quien ejerció entre 1973 y 1990, porque los comunistas lo han amenazado que si lo incluye se le puede quemar el local.
La ministra Alejandra Pérez, además, dispuso la destitución del director del Museo, Pablo Andrade, que había ganado el cargo por concurso.
En fin, ella pidió públicamente perdón a nombre del Gobierno a las supuestas personas que pudieran haberse sentido ofendidas porque en la muestra se exhibiera la efigie de Pinochet y se reprodujera una frase suya. En realidad, las únicas expresiones en contra de la exhibición las había registrado internet en las llamadas “redes sociales”, donde habían aparecido algunos de los ataques acostumbrados contra el ex Presidente de parte de quienes profesan la doctrina del odio, que es el marxismo-leninismo.
Y la sanción de destitución del director del Museo fue considerada una exageración hasta por la senadora socialista Isabel Allende, cosa que lo dice todo.
Pero yo he exculpado a la ministra Alejandra Pérez en el caso porque sé que obró por orden expresa del Presidente de la República y no le era exigible la conducta heroica de negarse a cumplirla. Y lo sé porque ella era una persona de trayectoria profesional tal que jamás podría habérsele ocurrido por sí sola destituir a un dependiente suyo por publicar la efigie y la frase mencionadas ni tampoco censurarlas, atropellando de paso flagrantemente la libertad de expresión que la Constitución garantiza a todos los habitantes de la república.
En cambio Piñera, un alma DC típica, que entra en pánico ante cualquier crítica del comunismo —éste es el rasgo más definitorio del alma DC— dejó todas sus huellas digitales en la perpetración de la petición de renuncia al director del Museo y, en particular, en la censura de la muestra y en la abyecta reacción de pedir perdón por haber publicado una imagen y una frase de Pinochet llena de verdad histórica.
Entrevistada por “El Mercurio”, y en acápite separado, la ministra Alejandra Pérez debió explicar el atentado de Piñera a la libertad de expresión y asumir ella toda la culpa. Lo hizo arguyendo que el director del Museo militaba en el PPD (¡) y que se había requerido informes sobre la muestra y éstos habrían arrojado una negativa evaluación de la misma.
Pero hoy en “El Mercurio” aparece una carta del destituido director, Pablo Andrade, negando militar en el PPD y negando también que se hubiera contado con informes de evaluación de la muestra, pues nunca fueron entregados al Museo. Al contrario, dice, el 92 % de los visitantes que se manifestaron en el libro de visitas “expresaron opiniones favorables en relación con la exhibición”. Su conclusión es que la explicación de la ministra “constituye un despliegue amplio e ilustrativo de lo que en estos tiempos se ha denominado la posverdad”.
Pobrecita. Es que ella debe dar la cara por una decisión que le fue impuesta. Piñera, una vez más, lanzó la piedra y escondió la mano. Así como Santiago Valdés es procesado en lugar de él en el caso SQM, Alejandra Pérez debe cargar con la censura a la libertad de expresión en el Museo Histórico Nacional. Lo único bueno para ella es que siempre es conveniente para un ministro que el Presidente le deba algo.