Con motivo del fallecimiento de Andrés Aylwin, el más izquierdista de los hermanos, se han renovado versiones “políticamente correctas” y, por tanto, falsas, sobre la historia reciente de Chile.
Andrés, con quien coincidimos como diputados en 1973, era un hombre definidamente de izquierda, pero obedeció la disciplina partidaria y votó a favor del Acuerdo de la Cámara de 22 de agosto de 1973 llamando a las fuerzas armadas a “poner inmediato término a las situaciones de hecho referidas”, que eran las creadas por el gobierno de la UP. Las fuerzas armadas obedecieron ese mandato el 11 de septiembre de ese año.
Pero ya el 13 de septiembre, junto a otro diputado-insignia de la DC, Bernardo Leighton (que también suscribió aquel llamado) dio un ágil salto al otro lado y firmó el “documento de los 13” DCs que repudiaron el pronunciamiento. Esto les valió a todos su expulsión de la colectividad, situación que sólo duró hasta que la mayoría de su dirigencia dio el mismo salto hacia el otro bando, al darse cuenta de que en el resto del mundo (a donde una delegación suya había viajado con la ilusa intención de mejorar la imagen de la Junta, a la cual la DC había ofrecido su colaboración) el sol calentaba más en el lado opuesto al de los que salvaron a Chile.
Cuando en 1973, antes del 11, hubo un paro de camioneros, la DC mandó a Andrés y el Partido Nacional me mandó a mí a “protegerlos”, en el sentido de que los carabineros enviados por el gobierno y los paramilitares extremistas de éste no fueran a dañar los camiones en huelga estacionados en Padre Hurtado. No podían incendiarlos sin primero pasar por sobre los parlamentarios. No nos hicieron nada, pero tuvimos oportunidad de conversar varias horas, en que Andrés me manifestó su incomodidad de estar defendiendo a “patrones” huelguistas, en circunstancias de que su actividad siempre había sido defender a los obreros.
Es que, además, en ese tiempo todo se veía muy distinto a lo que los Aylwin contaron después, bajo el dictado socialista-comunista. Su hermano, el senador Patricio Aylwin, a la sazón presidente de la DC, había pronunciado en el Senado un discurso, el 11 de julio de 1973, que después olvidó y donde decía: “Los acontecimientos de los últimos días han puesto de relieve, con brutal crudeza, a qué extremos angustiosos ha llegado la crisis integral de Chile… Ahora las leyes son despreciadas como estorbos, a menudo burladas por los propios encargados de su ejecución y reemplazadas por los hechos consumados… En nombre de la lucha de clases se ha envenenado a los chilenos por el odio…. Nadie puede negar la verdad de estos hechos. Constituyen una realidad que ha llevado a los obispos católicos a decir que ‘Chile parece un país azotado por la guerra’, una realidad que está destruyendo al país y poniendo en peligro su seguridad… una realidad que parece amenazarnos con el terrible dilema de dejarse avasallar por la imposición totalitaria o dejarse arrastrar a un enfrentamiento sangriento entre chilenos… Los chilenos no podemos aceptar en ningún caso y bajo ningún pretexto el establecimiento de hecho de un supuesto poder popular formado por cordones industriales, consejos comunales o cualquier otro tipo de organizaciones o grupos... Tampoco podemos aceptar que con participación de autoridades o funcionarios del Estado, o aun sin ellos, se distribuyan armas entre quienes se arrogan tal poder de hecho”.
Ante todo eso, hasta los ímpetus izquierdistas de Andrés debieron inclinarse transitoriamente, a lo menos hasta el “momento estelar” de su hermano Patricio, cuando, al asumir el poder en 1990, en el Estadio Nacional, su llamado a la reconciliación entre civiles y militares recibió una sonora rechifla de la “barra brava” comunista allí presente. En ese instante comprendió que éstos eran mucho más peligrosos que los militares y podían hacerle imposible gobernar. De ahí en más se decidió a hacer lo que pedían los rojos: sentar a los uniformados en el banquillo de los acusados y condenarlos urbi et orbi como los grandes culpables de todo.
Presionado por su hermano Andrés dio el más amplio perdón a los terroristas de izquierda, incluso a los autores de hechos de sangre, a los cuales había dicho que no iba a indultar. Por añadidura, los llenó de plata, situación que prevalece hasta hoy.
Presionado por su hermano Andrés dio el más amplio perdón a los terroristas de izquierda, incluso a los autores de hechos de sangre, a los cuales había dicho que no iba a indultar. Por añadidura, los llenó de plata, situación que prevalece hasta hoy.
Debe atribuirse también a Andrés la más flagrante inconstitucionalidad en que incurrió el presidente Aylwin en su mandato, al enviar, el 4 de marzo de 1991, una insólita carta a la Corte Suprema conminándola a aplicar la Ley de Amnistía sólo al término de cada juicio, para posibilitar el “desfile” y vejamen de los militares por los juzgados. Así, primero, ejerció una función judicial, al conminar a los tribunales a aplicar una determinada interpretación legal, la suya; segundo, se avocó causas pendientes, pues hizo lo anterior para alterar procesos en curso; y, tercero, revisó los fundamentos y contenidos de las resoluciones judiciales que habían aplicado la amnistía. Pero resultaba que la Constitución decía (y dice): ”Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.
Esta norma es frecuentemente citada hoy para acusar de violar la Constitución a los diputados que han presentado una acusación constitucional contra tres ministros de la Corte Suprema, pero no hubo la energía política en 1991 para haber acusado constitucionalmente a Aylwin y declararlo incurso en la causal precisa del artículo 52 Nº 2 letra a) de la Constitución: haber infringido abiertamente la Constitución y las leyes.
Esa injerencia inconstitucional en el quehacer judicial obedeció a la presión e inspiración de su hermano Andrés. Pero, seguramente sin proponérselo, el entonces Presidente prestó un servicio al estado de derecho: dejó expresa constancia en su carta a la Suprema de que la Ley de Amnistía estaba vigente y de que su gobierno la respetaba. Porque después los tribunales, hasta hoy, la han transgredido sistemáticamente y de manera ilegal.
En definitiva el legado histórico principal de ambos hermanos consistió en la derogación del estado de derecho en Chile en los juicios contra uniformados, lo que ha redundado en más de un centenar de estos en calidad de presos políticos y más de medio millar ilícita e injustamente procesados por una justicia espuria.