Conferencia ante universitarios:
INIQUIDADES JUDICIALES COMETIDAS CONTRA
MILITARES Y CARABINEROS
EN LOS PROCESOS SOBRE VIOLACIÓN DE
DERECHOS HUMANOS*
Los jóvenes como ustedes son herederos de un pasado
oculto tras las mentiras y la tergiversación de lo realmente ocurrido en Chile
durante la segunda mitad del siglo XX y que, en su gran mayoría, solo conocen la
“historia oficial”; una historia que comienza el 11 de septiembre de 1973 y que
ha sido escrita por quienes pretendieron instaurar en nuestra patria un régimen
socialista por medio de la violencia revolucionaria armada, al más puro estilo
marxista-leninista, y que actualmente pretenden lo mismo, pero al estilo
gramsciano; es decir, utilizando las armas de la democracia para destruir la
democracia. En todo caso no debemos olvidar que, como lo declaró el ex
dirigente comunista Luis Corvalán, las armas están guardadas “por si las moscas”.
Quienes están actualmente en el gobierno son los
mismos que en el Congreso del Partido Socialista celebrado en Chillán en el año
1967 declararon que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima, solo
destruyendo el aparato burocrático y militar del Estado burgués, puede consolidarse
la revolución socialista”.
Nuestros actuales gobernantes y la mayoría de nuestros
legisladores —pertenecientes a la coalición política formada por la
Concertación de Partidos por la Democracia más el Partido Comunista— pretenden destruir
el modelo de sociedad libre establecido en la Constitución Política de 1980 que
nos rige y sustituirlo por otro al estilo de Cuba o de la ex República
Democrática Alemana —modelos por los cuales tales personas manifiestan su
admiración— y completar así la obra revolucionaria que Allende dejó inconclusa.
Considerando que ustedes son personas bien informadas
acerca del contexto social histórico y de la naturaleza de la amenaza de vida o
muerte que se cernía sobre Chile en 1973, no entraré en mayores explicaciones
al respecto y pasaré directamente a exponer el tema que nos ocupa en esta
ocasión: el de las iniquidades judiciales cometidas contra militares y
carabineros en los procesos sobre violación de derechos humanos.
Sin embargo, antes y a modo de preámbulo, les
comentaré lo siguiente: Una vez restaurada la democracia, de acuerdo con el
cronograma establecido en la Constitución Política de 1980, esos mismos
sectores que promovían o amparaban la violencia armada asumieron el poder
político, pletóricos de odio y de deseos de venganza contra los militares y
carabineros que les impidieron consumar su proyecto totalitario. Así fue como
las autoridades a cargo del poder ejecutivo, con la complicidad de los poderes
legislativo y judicial, en lugar de promover la reconciliación nacional
desencadenaron una implacable persecución contra los militares; persecución
que, incomprensiblemente, se profundizó durante el gobierno del presidente
Sebastián Piñera, quien fue elegido por una coalición de partidos que en su
momento apoyaron al gobierno militar (apoyo manifestado explícitamente en las declaraciones
de principios de los partidos Renovación Nacional y Unión Demócrata
Independiente).
Iniciaré mi exposición con el siguiente pensamiento: una
sociedad que asuma la libertad como presupuesto de su existencia exige que la
ley sea justa y que ella se aplique a todos por igual.
Nuestra Constitución Política asegura derechos y
garantías a todos los habitantes de este suelo. Sin embargo, hay un sector de
chilenos que no están alcanzados por esa protección.
Ese sector está constituido por miembros de las
Fuerzas Armadas y Carabineros, instituciones que han sido siempre muy apreciadas
por parte de la comunidad chilena. Sin embargo, numerosas personas y organismos
de diversa índole se han empeñado, con aviesos propósitos, en desprestigiarlas
y en minar su moral y su voluntad de lucha.
Así ha sido como, en los últimos veinticinco años, bajo
la acusación de delitos ocurridos con ocasión de la lucha antisubversiva y
antiterrorista de los años setenta, se encuentran procesados o condenados más
de un millar de militares y carabineros; otros se han suicidado o han muerto en
cautiverio.
A todos ellos se les aplica un
régimen legal procesal y de fondo diferente que al resto de los ciudadanos de
la República, atentando gravísimamente contra la igualdad ante la ley y
violando sus derechos humanos.
A mediados del año 2012 un oficial
de la Armada amigo mío ingresó a la cárcel de Punta Peuco para cumplir una
condena por un delito en el que no tuvo participación alguna, hecho que me
llevó a estudiar la sentencia que dictó tal condena.
Al hacerlo, mi impresión fue enorme. Ella no
justificaba, más allá de toda duda razonable, su decisión de condena; sus
considerandos incluían una serie de juicios políticos tendenciosos y sus razonamientos
seudojurídicos estaban en las antípodas del derecho. Resultaba evidente que los
falaces argumentos de los jueces solo trataban de vestir con un ropaje de
legalidad una mera vía de hecho.
Lo anterior me motivó a investigar este tema con mayor
profundidad, para lo cual examiné diversos procesos seguidos contra militares
en los que pude evidenciar un cúmulo de atrocidades legales y procesales.
Hay casos realmente aberrantes, tales como el de un
subteniente del Ejército que, en un asombroso proceso en el que no hay autores
materiales de los hechos, fue condenado a doce años de cárcel en calidad de
cómplice del homicidio de tres trabajadores de la industria Sumar, por el solo
hecho de haber cumplido la orden de vocear con un megáfono los nombres de los detenidos
que estaban reunidos en un grupo y que debían salir al frente; o el de un carabinero
que en defensa propia dio muerte a un terrorista que le había disparado y que portaba
un bolso con doce cartuchos de dinamita, motivo por el cual este carabinero fue
condenado a cinco años y un día de presidio luego de haberse reabierto, treinta
años después, la causa correspondiente al caso en la que había sido sobreseído
definitivamente por lo que existía cosa juzgada; o el caso de un joven oficial de
la Armada que recientemente, después de haber transcurrido cuarenta años de los
sucesos, fue condenado a cinco años y un día de presidio como autor del delito
de “secuestro calificado”, por el solo hecho de haber trasladado a un detenido
desde el lugar en que éste trabajaba hasta el Ministerio de Defensa; o el caso
de un juez que ordenó encarcelar a la mujer de un cabo de Carabineros a fin de
presionarla para que declarara que su marido tenía responsabilidad en la
desaparición de personas, sin que en el proceso hubiese atisbo alguno de
responsabilidad de esa señora, la que tenía un hijo con síndrome de Down que no
hablaba y que dependía enteramente de ella, incluso para recibir alimentos.
La mayor parte de las sentencias recaídas en estos
juicios son verdaderos “salvajismos jurídicos”.
No pueden calificarse de otra manera sentencias que dictan
condenas por el delito de “secuestro calificado” y que establecen como un hecho
cierto que los procesados mantienen detenida ilegalmente en algún lugar ignoto a
una persona desde el mes de septiembre de 1973, sin acreditar ni la existencia
del delito ni la participación que a ellos les cupo en dicho delito; no pueden
calificarse de otra manera sentencias que condenan a un militar solo por el
hecho de “haber estado ahí”, sin aplicar el principio pro reo y cuyo único
fundamento es la declaración de un testigo inhábil; o sentencias que no aplican
la presunción de inocencia y que invierten el peso de la prueba; no pueden
calificarse de otra manera sentencias que no aplican la ley de amnistía de 1978
—una ley expresa que está plenamente vigente—; y que tampoco aplican las normas
legales relativas a la prescripción de la acción penal o el beneficio temporal
objetivo del artículo 103 del Código Penal —denominado, impropiamente, “media
prescripción”—; no pueden calificarse de otra manera sentencias que aplican
tratados internacionales que no están vigentes en Chile mientras olvidan otros
que sí son aplicables; sentencias que no aplican las normas del debido proceso
y que vulneran los principios de legalidad, de irretroactividad de la ley penal
y de la cosa juzgada, los que dada su enorme importancia tienen la categoría de
derechos de la persona humana; no pueden calificarse de otra manera sentencias
que establecen que los delitos cometidos por algunos militares son “de lesa
humanidad”, en circunstancias que esos delitos no cumplen con el requisito del
tipo penal para ser calificados como tales y que a la fecha de su ocurrencia no
existía ninguna ley o tratado internacional incorporado en nuestro derecho
interno y vigente en Chile que se refiriera a ellos, puesto que los crímenes de
lesa humanidad fueron establecidos por el Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional e incorporados en el derecho positivo chileno mediante la ley 20.357,
los que entraron en vigor en Chile el año 2009 y no pueden ser aplicados
retroactivamente; en fin, no pueden ser calificadas de otra manera sentencias
que expresan que según ciertos convenios internacionales los delitos de lesa
humanidad son inamnistiables, lo que es absolutamente falso por cuanto no
existe ninguna ley ni tratado internacional que prohíba perdonarse entre
hermanos.
Estas sentencias atropellan normas legales y
principios ancestrales del Derecho Penal, no respetan derechos ni garantías
constitucionales y vulneran normas básicas del Estado de Derecho, lo que es
extremadamente grave porque el quebrantamiento del Estado de Derecho acarrea,
inevitablemente, la violencia y el quiebre del orden institucional.
Las precitadas aberraciones judiciales, que se repiten
en una infinidad de sentencias, fueron las que me motivaron a escribir, pues
pienso que ante ellas mi deber es hablar: no quiero ser cómplice.
Estoy consciente que hablar acarrea riesgos, porque
como decía Quevedo: “Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”.
No obstante, decidí emprender la tarea de escribir un libro
—que titulé Procesos sobre violación de
derechos humanos. Inconstitucionalidades, arbitrariedades e ilegalidades— porque
pienso que si a un hombre le niegan sus derechos, los derechos de todos están
en peligro; porque permitir una injusticia significa abrir el camino a todas
las que siguen y porque quien no se inquieta ante la injusticia ajena, será su
próxima víctima.
Mi obra tuvo como propósito denunciar las
ilegalidades, las arbitrariedades y las injusticias que se han cometido y que
se siguen cometiendo contra militares en los procesos que se acostumbra
denominar como de derechos humanos. En ella enuncio e ilustro, con algunos casos
especialmente aberrantes, diversas normas jurídicas que están siendo
atropelladas por nuestros tribunales de justicia.
Las sentencias judiciales que condenan a los militares
son antijurídicas, pues han sido dictadas en fraude a la ley. Los jueces
interpretan las leyes errónea y abusivamente, eluden las normas aplicables que
los benefician y aplican otras no procedentes.
Los jueces, salvo contadas excepciones, aplican
torcidamente las leyes y fallan a sabiendas contra normas legales expresas y
vigentes, lo que está tipificado en el Código Penal como delito de
prevaricación.
Ahora bien, luego de este exordio,
expondré algunos comentarios sobre el
tema que nos convoca.
En primer lugar citaré a Alfred de
Vigny, quien hace casi dos siglos —en su obra Servidumbre y grandeza
militares— escribió: “cuando el soldado se ve obligado a tomar parte activa
en las disensiones entre civiles pasa a ser un pobre héroe, víctima y verdugo,
cabeza de turco sacrificado por su pueblo, que se burla de él. Su existencia es
comparable a la del gladiador y cuando muere no hay por qué preocuparse. Es
cosa convenida que los muertos de uniforme no tienen padre, ni madre, ni mujer,
ni novia que se muera llorándolos. Es una sangre anónima. Y, cosa frecuente,
los dos partidos que estaban separados se unen para execrarlos con su odio y
con su maldición”.
¡Qué enorme verdad encierra este lúcido pensamiento!
¡Qué notable paralelo con nuestra situación actual,
donde tanto los partidarios de la Unidad Popular como sus tenaces opositores de
entonces no han ahorrado palabras ni acciones de condena respecto a la
actuación de los militares el 11 de septiembre de 1973 y durante los años
siguientes!
La verdad de lo ocurrido en aquella
época ha sido completamente distorsionada por los medios de comunicación social
y por un proceso cultural y educativo de desinformación, con el que se pretende
instalar una historia oficial y ocultar o borrar del inconsciente colectivo del
pueblo chileno los horrorosos crímenes cometidos por los subversivos y lo que
habría ocurrido si éstos hubiesen logrado sus propósitos.
Nadie dice, por ejemplo, que las
“víctimas de la dictadura” —como se les denomina— no eran individuos perseguidos
por sus ideas políticas, sino que eran personas específicas que estaban
cometiendo gravísimos crímenes, formando parte de grupos subversivos organizados
militarmente y dotados de gran cantidad de armamentos y explosivos y que en su
lucha revolucionaria aplicaban la violencia armada como instrumento de acción
política para alcanzar el poder; lucha que era apoyada por potencias
extranjeras.
Así fue como, por arte de magia, los terroristas
pasaron a convertirse en héroes y en víctimas y los militares en el chivo
expiatorio de todos los pecados cometidos en una época trágica y turbulenta.
Ellos pasaron a cargar con todas las culpas de los
políticos que exacerbaban el odio y la lucha de clases, que predicaban y
practicaban la violencia armada como un medio legítimo para alcanzar el poder,
que pretendían “destruir el aparato burocrático-militar del Estado” e instaurar
en Chile un régimen totalitario marxista al estilo cubano y que son los grandes
responsables del quiebre del orden institucional y de la consiguiente
intervención de los militares y de sus secuelas. Así, quedan liberados de
culpas todos los que condujeron a Chile a la anarquía y desataron la situación
de guerra civil.
Es por eso que los militares deben ser sacrificados. A
ellos se les debe perseguir y condenar, sea como sea. A ellos hay que
aplicarles el lema “ni perdón ni olvido” y el “derecho penal del enemigo”.
A los militares hay que condenarlos a toda costa, sin
importar si son inocentes, si están legalmente exentos de responsabilidad criminal
o si su culpabilidad está atenuada o es inexistente.
Hay que condenarlos, sin importar lo que diga la ley y
aunque no existan pruebas suficientes para ello.
Hay que condenarlos, sin importar que ellos tuvieron
que exponer sus vidas en su ingrata tarea de reprimir a la guerrilla y al
terrorismo, lo que era necesario para dar tranquilidad a la población y para
poder reconstruir un país que estaba destruido hasta sus cimientos.
Y hay que condenarlos, sin importar si para ello es
preciso vulnerar principios esenciales del derecho penal.
Y tampoco importa si para condenarlos hay que
atropellar garantías o derechos que no solo están amparados constitucionalmente,
sino que además en diversos tratados internacionales suscritos y ratificados
por Chile.
Nada de lo anterior importa. Todo principio del
derecho penal, toda norma jurídica, toda legalidad, toda garantía
constitucional, toda verdad, toda justicia, toda decencia y todo buen sentido
pueden ser atropellados si ello es necesario para satisfacer los ánimos de odio
y de venganza y encarcelar a quienes le devolvieron a la nación su democracia y
la tranquilidad exigida por la sociedad chilena.
Lamentablemente, tamaña corrupción no conmueve a nadie.
Sobre esto nadie habla. La sociedad guarda silencio, en general por ignorancia.
Y la dirigencia política también guarda silencio, pero este silencio es doloso.
La verdad es que en el año 1973, ante la gravísima
situación que se vivía; la anarquía, la violencia generalizada y el terrorismo;
las amenazas con el paredón a los opositores al régimen —según gritaban
desafiantes por las calles obreros adoctrinados en el marxismo: “¡los momios al
paredón y las momias al colchón!”—; la pérdida de las libertades; la usurpación
de propiedades, la expropiación de tierras e industrias; el desabastecimiento y
la destrucción de la economía, de las instituciones políticas y de la
democracia; el riesgo inminente de una guerra civil y de la instauración de una
dictadura totalitaria en nuestra patria, la enorme mayoría de la ciudadanía,
desesperada, pidió la intervención de los militares para que ellos, en nombre
del pueblo, ejercieran el legítimo derecho de rebelión o de resistencia a la
opresión.
Sin embargo, esos mismos que pidieron a gritos la
intervención militar y que se beneficiaron de los prodigiosos cambios que tuvo
Chile, ahora dicen: ¡Qué horror, hubo muertos, torturados y desaparecidos!; yo
nunca justifiqué el golpe; yo voté por el NO en el plebiscito; yo siento una
especial sensibilidad por quienes vieron sus derechos conculcados durante el
gobierno militar.
¿Y quiénes sienten una especial sensibilidad por los cientos
de militares y carabineros que murieron, que quedaron mutilados o incapacitados,
y que expusieron sus vidas para salvar a Chile y a los chilenos y que
actualmente son sujetos del odio y de la venganza?
¿Y quiénes sienten una especial sensibilidad por los
militares y carabineros que son “presos políticos”; es decir, aquellos que están
privados de libertad no en virtud de la aplicación de las leyes, sino que por
simulacros de juicios que las atropellan y cuyas sentencias condenatorias se
encuentran descalificadas como actos judiciales válidos? Los presos políticos
militares son, en rigor, personas que están secuestradas por el Estado.
Quienes imploraban la
intervención militar ahora reniegan del gobierno militar y se alían con los
grandes causantes de la tragedia. ¡Qué gran hipocresía!
Ellos han popularizado el grito de ¡Nunca más!
—refiriéndose a dicha intervención militar—; un grito que es inútil si no
añadimos otro: ¡Nunca más el contexto y las condiciones que la originaron: la
prédica y la práctica del odio y de la violencia, el aplastamiento de la vida,
del honor, de la libertad y de los bienes del prójimo!
Lamentablemente, hay una gran verdad olvidada: la
actividad guerrillera y terrorista —llevada a cabo por diversos movimientos
subversivos que promovían la lucha revolucionaria armada—, que fue la que dio
origen a las actividades represivas que le siguieron por parte de los
organismos de seguridad del Estado.
Al respecto es preciso destacar que el deber primero
del Estado, y que antecede a todos los demás, es el de mantener la seguridad de
la comunidad nacional, el orden público y el Estado de Derecho; pues sobre
tales bases descansan todas las actividades o empresas personales o nacionales que
se proyecten.
El Estado no comete delitos de lesa humanidad cuando
actúa contra el terrorismo, pues esa es su obligación y, si no lo hace, atenta
contra su propia esencia, como ocurre actualmente en la región de la Araucanía.
El terrorismo debe ser enfrentado con decisión y con todos los medios disponibles.
Para derrotarlo, muchas veces es preciso usar una violencia superior a la que
los terroristas emplean y técnicas de combate diferentes a las aplicadas contra
fuerzas regulares. Ésta es la verdad palmaria, aunque los intereses de uno u
otro propagandista les impidan reconocerla.
No es posible combatir a terroristas fuertemente
armados y que están dispuestos a matar y a morir con escudos protectores, gases
lacrimógenos o balines de goma o de pintura. Con medidas defensivas es
imposible disuadirlos y, menos aún, vencerlos; por el contrario, con ellas solo
se logra estimular la violencia ilegítima y el crimen y que los miembros de las
fuerzas de seguridad terminen muertos, lisiados o con sus ojos destrozados.
El discurso de los derechos humanos, que tanto pregonan
quienes han sido sus mayores violadores en la historia de la humanidad, ha
llevado a la absurda situación de que quienes por deber de autoridad están
obligados en justicia a emplear la violencia legítima del Estado para reprimir
a quienes subvierten el orden social, se inhiban de hacerlo; así como también
se inhiben de establecer los estados de excepción constitucional que permiten
combatir efectivamente a la guerrilla y al terrorismo.
Por otra parte, cabría decir que la denominada
guerrilla lleva a cabo una verdadera guerra; una guerra revolucionaria que es irregular
y solapada; que no respeta ninguna ley bélica ni moral, mata a mansalva,
tortura, daña a inocentes y destruye de modo insensato e inútil bienes
productivos.
Para llevar a cabo con éxito la colosal tarea de
reconstruir a una nación en ruinas y para recuperar el orden necesario para
desarrollar las diversas actividades nacionales era imprescindible desbaratar
la acción de los subversivos armados, para lo cual fue preciso utilizar la
violencia legítima del Estado. A contar del 11 de septiembre de 1973 y durante
los años siguientes, los militares estaban en guerra contra el enemigo,
constituido por los terroristas y los guerrilleros urbanos y rurales.
El referido enemigo no era una entelequia, sino que
algo real y concreto. Al respecto, bastaría mencionar a José Gregorio Liendo
Vera, más conocido como “Comandante Pepe”, militante del MIR y líder del
Movimiento Campesino Revolucionario, cuya base de operaciones estaba en el
Complejo Forestal y Maderero de Panguipulli, quien, en una entrevista concedida
a la periodista Nena Ossa a comienzos del año 1970 y en relación con los
“objetivos de la lucha”, declaró:
“—Pregunta: ¿Cuál es el plan de fondo de
ustedes a corto, mediano o largo plazo?
—Respuesta:
Tomarnos los campos y los pueblos del sur, violentamente si es necesario,
mientras en Santiago el MIR se toma la ciudad y bajan a unirse con nosotros a
medio camino.
—Pregunta:
¿O sea, la meta es ‘tomarse’ todo Chile
violentamente? ¿No les importa si muere gente?
—Respuesta:
Claro que violentamente. Tiene que morir un millón de chilenos para que el
pueblo se compenetre de la revolución y esta se convierta en realidad. Con
menos muertos no va a resultar”.
Mauricio Rojas —ex militante del MIR y ex diputado del
parlamento sueco— describió muy bien esta situación en una carta abierta que recientemente
le envió a Marco Enríquez-Ominami, en la que señaló: El Movimiento de Izquierda
Revolucionaria “fue uno de los grandes responsables de la entronización de la
violencia política en Chile y la destrucción de aquella democracia que personas
como tu padre tanto despreciaron y tanto hicieron por hundir”. Mi abuelo “no
alcanzó a ver como su Chile tan querido se hundía en una lucha fratricida que
terminaría desquiciando a su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Yo sí
lo vi y, además, puse mi granito de arena en esa triste obra de destrucción. Ni
cambiamos el mundo ni liberamos a nadie. Terminamos como mártires o como
víctimas, y como tal nos acogieron generosamente por todas partes. Pero también
podríamos haber terminado como verdugos, como lo han hecho todos aquellos que
han llegado al poder inspirados por la idea de la transformación total del
mundo y la creación del hombre nuevo”. Nosotros seguíamos al Che Guevara quien
“nos instaba a transformarnos en una ‘fría máquina de matar’ a fin de poder
materializar el sueño revolucionario del hombre nuevo”, “nosotros fuimos
marxistas-leninistas en serio, es decir, dispuestos a morir y a matar por la
revolución”.
Ese era el tipo de personas a las cuales los militares
debieron enfrentarse, que estaban decididas a matar y a morir y a practicar un verdadero
genocidio —como ha ocurrido en todos aquellos países en los que se ha
entronizado el comunismo—; no se trataba de delincuentes comunes. ¿Es tan
difícil comprender esta realidad?
Aparentemente sí lo es para los jueces, quienes
desconocen el contexto histórico en el que ocurrieron los hechos y que el
terrorismo no puede ser combatido en la misma forma que la delincuencia común,
porque tanto sus fines como sus medios son perversos y brutalmente violentos, los
que atentan gravísimamente contra los derechos humanos de los ciudadanos.
En esta tarea de reprimir a los subversivos armados se
cometieron excesos y delitos por parte de algunos miembros de las FF.AA. y
Carabineros, que lamentamos y reprobamos profundamente; pero, incluso a
los militares culpables de tales delitos se les debe
aplicar la misma ley que le fue aplicada a los guerrilleros y terroristas. En
eso consiste el Estado de Derecho.
El hecho cierto es que a los militares no se les hace
justicia. El
objetivo de estos simulacros de juicios no es hacer justicia, sino cobrar
venganza. Porque si buscasen justicia también condenarían a los
terroristas que colocaban bombas, realizaban violentos asaltos a mano armada,
secuestros, atentados contra instalaciones y servicios públicos, y que
asesinaban a cientos de militares y carabineros y otras víctimas inocentes. Se
trata de juicios políticos en los que, invariablemente, se criminaliza solo al
sector castrense; mientras que los terroristas del pasado siguen indemnes y, en
muchos casos, ostentando altos cargos.
Los jueces dictan sentencias condenatorias absolutamente
ajenas a la Constitución, a la legalidad vigente y a los más elementales
principios humanitarios, sin que les tiemble el pulso y sin que el más mínimo
rubor asome por sus mejillas. Ellos abusan de sus facultades jurisdiccionales e
imponen su voluntad por sobre el mandato expreso de la norma positiva.
En efecto, en el ejercicio de su función judicial los
jueces no someten su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme
a ella, contraviniendo el ordenamiento jurídico chileno que están obligados a
aplicar y respetar, lo que produce una deslegitimación constante del Poder
Judicial, una institución clave en el Estado de Derecho.
A los militares se les vulnera la garantía
constitucional de igualdad ante la ley, no solo por el sistema procesal penal
que se les aplica —un sistema inquisitivo que no respeta las normas del debido
proceso, diferente al sistema acusatorio garantista que le es aplicado a todos
los habitantes de la República de Chile que no son militares—, sino porque a
los guerrilleros y terroristas se les otorgan indultos y amnistías y a quienes
tuvieron la penosa y riesgosa obligación de reprimirlos se les condena sea como
sea. En los procesos seguidos contra los militares se atropella groseramente el
principio de legalidad y sus exigencias de lex
previa, lex certa, lex scripta y lex stricta, así como el principio de
irretroactividad de la ley penal.
Los jueces vulneran el Estado de Derecho al no
someterse al imperio de la ley y quebrantar la función judicial de decidir
aplicando el Derecho —motivados por consideraciones ajenas a nuestro
ordenamiento jurídico, según su propia idea de justicia—; al abusar de su
posición con evidente quebranto de sus deberes constitucionales; y al aplicar
torcidamente las normas y fallar contra ley expresa y vigente, cometiendo el
delito de prevaricación.
No se puede justificar el incumplimiento de la norma
aplicable por la bondad de la finalidad perseguida. El juez ha de ajustarse a
las exigencias del principio de legalidad y no puede desobedecer las leyes
patrias porque encuentra criterios u opiniones ajenos a nuestro Derecho que
coincidan con su particular modo de ver las cosas. El juez que impone su propio
deseo y voluntad —por bienintencionada que su finalidad fuere— sobre la
vigencia del Derecho no solo incumple los deberes de su función sino que comete
un acto verdaderamente subversivo contra el orden jurídico.
Cuando los jueces desconocen la Constitución, la ley y
los principios rectores del derecho penal; cuando no cumplen la función
objetiva y neutral que deben cumplir; cuando procesan y fallan según sus
convicciones políticas o ideológicas y no de acuerdo con lo que la ley señala;
en fin, cuando abusan en grado extraordinario de su poder estamos ante una
verdadera “subversión jurídica”; la que al ser cohonestada por los poderes
Ejecutivo y Legislativo se transforma en una tiranía judicial que no tiene
remedio.
No solo son subversivos quienes abrazan la lucha
armada y practican la violencia revolucionaria para destruir el orden social;
también lo son todos quienes los apoyan —ya sea material o intelectualmente— y
los jueces que, al no respetar la ley, destruyen el orden jurídico. Los jueces
subversivos ponen en peligro a todos los ciudadanos, puesto que no solo atentan
contra personas con nombre y apellidos, sino que atentan contra la libertad, la
estabilidad política e institucional y el Estado de Derecho.
Los jueces, instalados en sus estrados, esconden tras sus
rostros impasibles su conciencia de que no están llevando a efecto juicio
verdadero alguno y que los acusados por supuestos delitos cometidos hace
cuarenta años están irremediablemente condenados antes de comenzar el juicio,
por el hecho de haber aplastado a la subversión armada, a la guerrilla y al
terrorismo, y de haberle evitado a Chile caer bajo las garras del comunismo.
Los jueces no solo están atropellando la Constitución,
las leyes y principios fundamentales del derecho penal, sino que están en una
vorágine de sanciones sin freno, sobre la base de argumentaciones tan febles
que no las creería ni siquiera un niño y tan burdas que son indignas de un
hombre de Derecho.
Sin una recta aplicación de la ley no hay justicia, sino
una caricatura de ella. Nunca se habían dado en Chile los atropellos a la
verdad y a la ley que están teniendo lugar bajo nuestra judicatura actual.
La tarea judicial se ha transformado en una parodia
grotesca y sin sentido, que solo busca la venganza y la destrucción moral de
las FF.AA., además de beneficios políticos y económicos.
Al llegar a este punto me referiré, a modo de
ilustración, a algunas situaciones que son de ordinaria ocurrencia durante los procesos
seguidos contra los militares:
—Casos tales como el del juez que le dice al secretario en voz alta: ¡Que
pase el asesino!
—O como el del juez que le dice al imputado: Sé que usted tiene un hijo que
es capitán de fragata de la Armada. Hasta aquí no más le va a llegar la carrera
a su hijo si usted no me dice todo lo que sabe.
—O situaciones como la que hace dos meses le ocurrió a un capitán de navío
en retiro, cuando durante horas de la noche se presentaron en su residencia en
Viña del Mar dos funcionarios de la Policía de Investigaciones, lo detuvieron,
lo trasladaron en un carro celular a Concepción y lo dejaron en prisión preventiva
por constituir “un peligro para la sociedad”. Este señor, cuya edad bordea los
ochenta y cinco años, había sido sometido a proceso por una situación ocurrida
en Tomé durante el año 1973; sin haber tenido participación alguna en el
supuesto delito, sino que por el solo hecho de que él era el director de la
Escuela de Grumetes en esa época.
—O, para no extenderme en demasía, casos
de resoluciones que someten a proceso y a prisión preventiva a todos los
oficiales de un regimiento, por el solo hecho de haber formado parte de su
dotación en la época en que ocurrieron ciertos hechos constitutivos de delito;
sin existir ni siquiera el más mínimo indicio de que tales personas hayan
tenido participación en los hechos.
Todo lo anterior se traduce en el sometimiento a proceso
y en el encarcelamiento, hasta el día de hoy, de militares que hace cuarenta
años expusieron su vidas en la lucha antisubversiva, mientras que los culpables
del desastre miran para otro lado y no asumen su responsabilidad.
Las aberraciones jurídicas cometidas por los jueces
son incalificables, pues las arbitrariedades superan todo límite. Los
tribunales que juzgan a los militares se asemejan más a un circo romano que a
verdaderos tribunales. Y, como dijo Platón: la peor forma de injusticia es la
justicia simulada. La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo
justicia.
A mi juicio, estamos asistiendo a una crisis
desastrosa del Poder Judicial, pues cuando se siembra a tal extremo la necedad
y la mentira se recoge por fuerza la demencia; cuando la justicia no es igual
para todos, cuando una sociedad llega a este nivel, cae en la descomposición y
regresa a la barbarie.
Muy enfermo ha de estar Chile para que las aberraciones
judiciales y los atropellos a la Constitución y a la ley, que denuncio en mi
libro y que constatamos a diario, puedan producirse.
A los militares les son vulnerados sus derechos humanos,
pues son juzgados sin respetar las normas del debido proceso, por tribunales
que no aplican la legislación vigente y que atropellan brutalmente las garantías
constitucionales; los militares son juzgados sobre la base de consideraciones
políticas e ideológicas y no de normas y principios jurídicos.
Para los militares el Estado de Derecho no existe y la Constitución
Política de la República es la mejor obra de ciencia ficción de todos los
tiempos.
El problema de los procesos sobre violación de
derechos humanos es un problema que continúa vigente y cuya naturaleza es
política. Su solución, por lo tanto, debe ser de la misma naturaleza.
Lamentablemente los órganos políticos —Ejecutivo, Legislativo
y partidos políticos— se han desligado del problema y lo han puesto sobre los
hombros del Poder Judicial. Y la judicatura tiene una incapacidad natural para
solucionar un problema que es esencialmente político y no jurídico.
Dado que los tribunales de justicia no dan señales de
querer modificar su actuar inconstitucional, arbitrario e ilegal, la única
manera de poner término a la iniquidad judicial contra los militares que
denuncio en mi libro es la dictación de una nueva ley de amnistía general, como
la que propuso en el año 1995 el ex-presidente Sebastián Piñera cuando era
senador.
Lamentablemente éste, cuando ocupó la primera
magistratura de la nación, no solo olvidó tan loable iniciativa sino que, por
el contrario, no honró el compromiso que voluntariamente contrajo durante su
campaña electoral con miembros de las FF.AA. y de Orden en retiro, en el sentido
de que durante su gobierno las leyes vigentes les iban a ser aplicadas
rectamente a los militares que se vieron obligados a enfrentar al terrorismo
durante el período 1973-1990, y profundizó la persecución contra ellos.
¡Ya han pasado más de cuarenta años desde la ocurrencia de
la mayoría de los trágicos sucesos que se siguen investigando por los
tribunales de justicia y por los que se continúan abriendo —absurda e
ilegalmente— nuevas causas criminales!
Condenar a cientos de militares ancianos —muchas veces sin
pruebas— a morir enfermos y martirizados en una cárcel, lejos de sus familias y
de los centros de atención médica, y sin otorgarles los beneficios
penitenciarios que les corresponden, no constituye un camino que contribuya al
bien común de nuestra sociedad ni ayudará a obtener la paz y la
reconciliación entre compatriotas.
Considerando su edad, los
militares condenados a penas de prisión son, en realidad, condenados a cadena
perpetua efectiva; o mejor dicho, a pena de muerte, a una muerte lenta.
Parafraseando a Vicente Huidobro, me atrevería a
decir: La justicia que se aplica a los militares haría reír, si no hiciera
llorar. Una justicia que lleva en un platillo de la balanza la verdad y la ley
y, en la otra, el odio, la venganza y el desprecio por la ley. La balanza
inclinada del lado de este último platillo. Dura e inflexible para los
militares, blanda y sonriente con los guerrilleros y terroristas.
¡Ya es hora de decir basta al abuso y a la odiosa
persecución contra los militares!
Urge poner fin a procesos con claras
connotaciones políticas, extinguiendo toda acción vengativa en contra de los
militares, para clausurar un pasado violento y cargado de odios y de discordia,
promover la unión nacional y afianzar la paz interior.
Ya es hora de que nuestra sociedad se reconcilie, lo
que solo se logrará rescatando los principios básicos en que se funda el Estado
de Derecho y superando odios y prejuicios. Ello pasa por una honesta
interpretación de lo sucedido en Chile desde 1964, admitiendo culpas
compartidas y considerando que todos fuimos víctimas de un mundo ideologizado y
desquiciado por la Guerra Fría.
Es preciso un acuerdo político para cerrar las
heridas, dejar atrás el trágico pasado y mirar unidos al futuro.
Considerando que los jueces no aplican la ley de
amnistía actualmente vigente, traicionando su deber de juzgar objetivamente
aplicando la ley, en mi libro abogo por la dictación de una nueva ley de
amnistía, la que contribuiría a superar odios y rencores y a dar pasos en la
búsqueda de la reconciliación nacional. Ello constituiría una decisión de
altura con visión de futuro y un gesto de humanidad y de grandeza que
enaltecería a la clase política, que contribuiría a la amistad cívica, a la
unidad nacional y a la grandeza de nuestra patria.
El perdón nos
permitiría dar vuelta la página y poner fin a la crisis política más grande del
siglo pasado.
Evidentemente, se alzarían voces en contra de una
nueva ley de amnistía por organizaciones denominadas de “derechos humanos”,
argumentando que ella solo beneficiaría a militares y carabineros.
Efectivamente así sería, porque todos los subversivos armados, guerrilleros y
terroristas que asesinaron a cientos de uniformados y civiles inocentes han
sido indultados o amnistiados en virtud del D.L. 2191 de 1978 que actualmente
se pretende derogar y que en su momento fue calificado por el cardenal Silva
Henríquez como un gesto de reconciliación que iba a beneficiar a uno y otro
lado.
Al respecto cabría comentar que doña Michelle
Bachelet, diez días después de haberse instalado nuevamente en La Moneda
declaró: “Siempre me ha inspirado fuertemente el liderazgo de Nelson Mandela,
quien pese a todo lo vivido fue capaz de pararse sobre ello, mirar su país y
con una tremenda humanidad, pensar qué le hacía bien a la nación”.
Tales palabras me hicieron pensar que ella, como
presidente de todos los chilenos y velando por el bien común, procedería a
actuar como lo hizo Mandela en Sudáfrica y, como él, trascendería en la historia
como una gran estadista al dictar una nueva ley de amnistía —la que no está
prohibida por tratados internacionales, como algunos propagandistas señalan—
que propendería a la concordia y a la paz social.
Lamentablemente mis esperanzas se vieron frustradas,
pues ella está haciendo todo lo contrario al darle suma urgencia al proyecto que
deroga la ley de amnistía de 1978 lo que, aparte de confirmar que dicha ley está
vigente, solo contribuye a reavivar los fuegos del odio y de la venganza y que
nada bueno augura para nuestra patria.
En todo caso, una eventual derogación de dicha ley de
amnistía no tendría mayor efecto legal, pues ella debería ser aplicada no
obstante su derogación, de acuerdo con los principios pro reo y de ultraactividad
de la ley penal más favorable; principios que rigen en todos los países
civilizados, que son verdaderos "derechos humanos" y que constituyen
logros que han sido conquistados luego de haber transcurrido muchos siglos de
civilización.
Debo confesar que, no obstante mi natural optimismo,
veo el panorama futuro muy sombrío; no solo por todo lo antedicho, sino que por
el progresivo deterioro de las virtudes morales de nuestros conciudadanos, lo
que se ve reflejado en la incapacidad de practicar las virtudes cristianas del
perdón y de la misericordia. Y una nación pobre espiritualmente, una nación sin
valores, es una nación sin alma.
Asimismo, debo reconocer que muchas veces me invade un
profundo desaliento, pues me parece que estoy arando en el mar o luchando
contra molinos de viento. No obstante, he perseverado en mi empeño de defender
la causa de los presos políticos militares por la injusticia que se comete
contra ellos, por la gravedad que encierra el desmantelamiento del orden
jurídico y el quiebre del Estado de Derecho, y porque la probabilidad de perder
en la lucha no debe disuadirnos de apoyar una causa que creemos que es justa.
Antes de terminar mis palabras, quisiera entregarles
el siguiente mensaje:
Las Fuerzas Armadas, conjuntamente con Carabineros de
Chile, son instituciones que debemos cuidar por cuanto son las garantes, en
última instancia, del orden institucional de la República. Ellas constituyen el
último círculo jerarquizado de la sociedad capaz de salvar de su disolución a
una comunidad política; la reserva moral de la nación y la instancia final a la
que ésta recurre en las situaciones más extremas y cuando una crisis política
amenaza su sobrevivencia.
Las Fuerzas Armadas son fundamentales para una nación
altiva, que tiene la firme voluntad de defender su libertad y soberanía, que es
respetuosa de su historia, de su cultura y de sus tradiciones, y que desea
proyectarse hacia un futuro mejor.
Finalizaré mi exposición citando al
profesor Gonzalo Rojas Sánchez quien, en su columna de El Mercurio del día 5 de noviembre, refiriéndose al Muro de Berlín,
escribió:
“Es encantador que los marxistas
hablen con frecuencia de campañas del terror, cuando ellos han hecho del terror
su campaña. Ahí están los Muros derribados y los Muros aún en pie para atestiguarlo.
Mira de qué te libraron las Fuerzas
Armadas y de Orden en septiembre de 1973, querido Chile. Míralo ahora, cuando
los subyugados por tantas décadas de comunismo celebran en estos días 25 años
de libertad. Míralo con calma, para que te hagas sensible a esos otros muros
que hoy quieren levantar en tu piel y en tu corazón, muros más sutiles, pero
quizás más inexpugnables.
Porque en todo su accionar los
marxistas van construyendo murallas: entre la persona humana y Dios, entre la
persona humana y su conciencia, entre la persona humana y su racionalidad,
entre los miembros de una misma familia, entre las personas que trabajan juntas
al enfrentarlas continuamente, entre las generaciones de padres e hijos. Entre
la materia y el espíritu, entre la ciencia y la fe, entre las personas y sus
proyectos”.
Muchas gracias.
Adolfo Paúl Latorre
* Exposición dictada
en la Fundación Presidente Pinochet, el día 25 de noviembre de 2014, ante un
grupo de alumnos universitarios becados por dicha Fundación.